martes, 27 de marzo de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 2


Aquellos de inclinación intelectualmente masoquista, encontrarán la primera parte de las aventuras de Pelu bajo la entrada del 8 de marzo de 2012. No me hago responsable de nada. Y Pelu, menos.

     
     Voy a continuar con la historia de Pelu por cualquier lado, que es la mejor forma de contar una historia. 
     Hace un tiempo, Pelu leyó “Manual de instrucciones”, de Julio Cortázar. No sé de dónde lo sacó, pero lo leyó. En realidad, es lo único que leyó de Cortázar, así que Pelu piensa que Cortázar es una especie de autor de libros de autoayuda; no sé, piensa que la obra de Cortázar consiste en dar instrucciones de cómo vivir mejor la vida: instrucciones para llorar, instrucciones para subir una escalera, instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo, etc. Y que Pelu piense que Cortázar es escritor de manuales de autoayuda me hace hervir la sangre, viejo; Cortázar es Cortázar.
     —¡Pero infeliz! —me cansé de decirle—. ¿Por qué no leés lo demás que escribió? Tiene los mejores cuentos que se han escrito.
     —No te lo niego —me contesta Pelu con esa voz de camello apaleado que le sale a veces—, pero no necesito leer más. ¡El tipo es un genio! Nadie se había tomado el trabajo de explicar cómo hacer realmente las cosas, che. ¿Te imaginás si hubiera instrucciones así para todo?
     —Escuchame, Pelu… ¡¿pero no te das cuenta de que es una tomada de pelo?!
     —…
     Y bueno, a Pelu se le metió en la cabeza que Cortázar es algo que no es y no hay nada que hacer... es un tarado.
     Lo peor —para la literatura mundial o, más bien, para la salud mental mundial— es que, a partir de entonces, Pelu se tomó como una misión personal “iluminar” a la humanidad con instrucciones de cómo hacer mejor las cosas. De ahí surgieron los delirios más asquerosamente absurdos que uno se pueda imaginar: “Instrucciones para limpiarse la cola después de defecar (con o sin papel)”, “Instrucciones para gritar gol con un pedazo de pizza atravesado en la garganta (con o sin fainá)” o “Instrucciones para no hacer nada”. Una de las más patéticas: “Instrucciones para reaccionar cuando tu novia te confiesa que te mete los cuernos (versión telefónica)”. Es que, lamentablemente, Pelu escribió varias versiones, una más absurda que la otra: “A los tres meses y quince bofetadas de noviazgo”, “Frente al estanque de la tía Polola” (cuya versión incluye un intento de homicidio en el agua, entre los patos), y la inexplicable “Comiendo mondongo en un restaurante” (¡¿pero en qué restaurante sirven mondongo, y quién miércoles lo va a pedir, me pueden decir?!).
     Bueno, ya me estoy fastidiando de solo escribir estas idioteces, pero de esto se trata, de exorcizar todos estos fantasmas de lo absurdo. Así que, con la advertencia de que leer lo siguiente puede causar serios efectos secundarios, a continuación transcribo textualmente —y no sin cierto dolor— las “Instrucciones para reaccionar cuando tu novia te confiesa que te mete los cuernos (versión telefónica)”:
     «La primera reacción que se debe tener al escuchar semejante noticia es poner cara de incredulidad: la boca semiabierta, las fosas nasales extendidas, los ojos de huevo tibio. Inmediatamente se debe comprobar que, en efecto, a uno le han estado metiendo los cuernos. Para esto, alcanza con tantearse la cabeza cerca del área de la frente y corroborar si hay señales (en ocasiones pueden ser casi imperceptibles, pero hay quienes aseguran que el grosor y largo de los cuernos corresponde al número y frecuencia de las infidelidades, cosa que todavía no se ha comprobado). Una vez que se encuentran las marcas, uno debe dejarse llevar por el primer impulso: insultar a más no poder (es importante dejar bien en claro la irritación al escupir con abundante baba las palabras “perra” e “hija de perra” al menos nueve veces; “zorra” o alguna de sus variantes unas cinco veces). Una vez que los insultos sequen la boca, si la novia sigue aún en línea, se procederá a llorar desconsoladamente (véase “Instrucciones para llorar” de Cortázar). También es recomendable pedir perdón y/o pedir que le pidan perdón a uno, arrodillándose y dándose golpes moderadamente violentos en la frente (utilizando la palma de la mano o algún objeto no punzante, como una banana de goma). Entonces, sin advertencia alguna, se procederá a colgar violentamente el teléfono y revolearlo contra una superficie dura (preferiblemente de unos 5 cm de espesor); o no colgar para nada y, si uno se encuentra en un edificio de más de tres pisos de altura, decir “Hasta la vista, baby” y dejar caer el teléfono al vacío. En la mayoría de los casos, la explosión del teléfono al llegar abajo no dañará a la persona del otro lado de la línea. El último paso consiste en volver a tantearse la cabeza para asegurarse de que los cuernos estén desapareciendo (a veces este paso puede llevar algunas horas; si no se achican luego de tres días, untar la cabeza con una mezcla especial de grasa de chancho, jugo de limón y perejil picado bien finito, masajear fuertemente la zona con piedra pómez o consultar con un médico). Una vez que se tenga la confianza de salir al mundo exterior, lo primero que se debe hacer es comprar un teléfono nuevo».
     Creer o reventar. La semana pasada corté con mi novia. Todo pasó muy rápido… todavía no entiendo bien qué pasó, qué dije. Solo sé que, de alguna manera que no logro comprender, seguí las instrucciones de Pelu.
     Tuve que comprar un teléfono nuevo.

viernes, 16 de marzo de 2012

Borges, el poeta


     Hace poco volví a leer Elogio de la sombra, uno de los libros de versos de Jorge Luis Borges. Se trata de la primera edición de 1969 que llegó a mí por cosas del azar o por designio de alguno de los dioses de alguna mitología de alguno de los libros de Borges. Lo cierto es que, desde entonces, el fantasma de Borges nunca se ha marchado del todo; está siempre ahí, gravitando sobre mi cabeza y susurrando cosas que a veces creo comprender.  
     La relectura de Elogio de la sombra hizo que me encontrara con un Borges que hace tiempo no visitaba, Borges el poeta. Un Borges empeñado en abarcar lo inabarcable, embrujando los versos con espejos y laberintos; contaminando las palabras de memoria, tiempo y olvido. Pero también un Borges más de carne y huesos, más íntimo.
     Comparto con ustedes uno de los poemas, que bien podría haber sido cualquier otro. O tal vez no; tal vez debe ser este. Por lo menos, algo así me lo susurra.

Las cosas

El bastón, las monedas, el llavero,
La dócil cerradura, las tardías
Notas que no leerán los pocos días
Que me quedan, los naipes y el tablero,
Un libro y en sus páginas la ajada
Violeta, monumento de una tarde
Sin duda inolvidable y ya olvidada,
El rojo espejo occidental en que arde
Una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
Limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
Nos sirven como tácitos esclavos,
Ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
No sabrán nunca que nos hemos ido.    

Jorge Luis Borges
Elogio de la sombra
Buenos Aires: Emecé, 1969

viernes, 9 de marzo de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 1



     ¿Cómo empiezo a contar la historia de Pelu? ¿Cómo hago para lanzarme como un kamikaze desquiciado en el terreno de la idiotez y comenzar a entender —apenas— algo de lo que ocurre en la vida de Pelu? Sí, es verdad que uno está bien acostumbrado a la idiotez: demasiados programas de TV y las redes sociales exhiben su buena dosis; un parloteo estéril y absurdo que ostenta una estupidez completamente superficial. Pero lo de Pelu es otra cosa: es una estupidez totalmente profunda. Uno se mete a averiguar de qué se trata y, cuando se quiere dar cuenta, está embarrado hasta el cuello de cosas que no comprende, dándose cabezazos contra la pared como un loco demasiado triste o demasiado alegre.
     Tal vez puedo empezar con lo básico: en los documentos legales su nombre aparece como Rasputín Agapito Angulo (un nombre de tarado). Fuera del delgado mundo de los trámites, digamos, en el mundo real, mi hermano —aclaremos: mi medio hermano— es simplemente Pelu. Pelu: así nomás. Se lo puse yo cuando apenas estaba aprendiendo a hablar y, según me cuentan, no paraba de repetir el primer insulto que había aprendido, pero me quedaba corto; la palabra era demasiado larga. De ahí le quedó “Pelu”. Esa es una de las pocas malas palabras que dije (o intenté decir) en mi vida. Yo no digo malas palabras —nunca, jamás; es una de las marcas indelebles que mi vieja dejó en Pelu y en mí—, pero cada vez que lo nombro no puedo evitar completar mentalmente las sílabas que faltan. Es que no existe mejor adjetivo para describir a Pelu.
     Así que le quedó “Pelu” nomás, que, seamos sinceros, es mucho mejor que Rasputín Agapito y mucho más digno que los sobrenombres que sin piedad le aplicaron en la escuela, los cuales no voy a escribir. Menos mal que, con el tiempo, “Pelu” logró imponerse, porque con los nombres y el apellido del pobre infeliz había material de sobra para las 300 combinaciones de apodos denigrantes que los compañeros idearon en clase de matemáticas (ninguno de ellos se debe acordar ni media ecuación, pero los nombres que le pusieron a Pelu no se olvidan así nomás). Yo no sé qué estaba pensando el padre cuando le puso ese nombre; se habría fumado un kilo de rabanitos, no sé. Bueno, en realidad la respuesta es simple: el padre es otro imbécil.
     Como decía, yo le di el nombre que tiene y ahora me toca a mí contar su historia, sus patéticas aventuras. Yo no soy escritor ni nada parecido (ojo, leo bastante), pero realmente siento la necesidad de describir, como pueda, la vida de Pelu. Lo necesito; necesito de alguna manera ponerla en palabras y tratar de entender, porque, la verdad, no entiendo nada.
      Pero bueno, ya empecé. Y es suficiente por ahora. Hay mucho que contar, mucho, pero tengo que ir de a poco, tragando las idioteces de Pelu, digiriéndolas de a poco y largándolas mal, como una inmensa diarrea que te mancha el pantalón en pleno centro de la ciudad, a la vista de todo el mundo (tu jefe y la chica que te gusta en primera fila), y que no para de chorrear. Así son las cosas con Pelu.