lunes, 15 de julio de 2013

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 12



     Hace días que Pelu está raro. Bueno… más raro de lo normal; o, mejor dicho, más normal de lo raro; lo cual es bien raro —rarísimo— para un tipo que nada tiene de normal. Bueno, ya suena a trabalenguas; por si no quedó claro: Pelu está raro. Lo noto callado, pensativo. Muy seguido lo sorprendo viendo a ningún lado con la mirada freak de un fantasma paranoico que alucina con otros fantasmas. Desde que “volvió” (aunque no estoy seguro de que realmente fue a algún lado), Pelu no es el mismo.
     El día que pasó lo de la foto y encontré el libro, el tipo no apareció en todo el día. Cuando la vieja volvió a casa del trabajo, Pelu todavía no aparecía. Me preguntó por él, pero simplemente respondí que no sabía dónde estaba. ¿Qué le iba a decir, “Che, má, creo que Pelu desapareció para siempre?” No; no tenía sentido. Además, lo más lógico era que Pelu estuviera en cualquier otro lado con algún amigo o alguna minita, mientras yo me rompía la cabeza tratando de comprender un libro que no fue escrito para gente normal. Durante horas después de encontrar ese ridículo libro, atravesé las páginas con la total convicción de que era una obra maniática escrita específicamente para dementes. Como si estuviera escrito en código; como si solo pudiera descifrarse si uno estaba totalmente loco.
     Se vino la noche y Pelu todavía no daba señales de vida. Era como la una menos cuarto y yo estaba en el living mirando una película pésima de Jean-Claude Van Damme, cuando una ráfaga dorada atravesó la pantalla con un leve y crujiente sonido a sobrecarga eléctrica. Enseguida sentí ruido en uno de los cuartos. Me acerqué a ver qué pasaba, prendí la luz del pasillo y me asomé al cuarto que no tenía puerta. Ahí estaba Pelu, acostado en cuero sobre la cama con su ridícula vinchita dorada en la cabeza, durmiendo como para sacarle várices a las patas de la cama.
     —Che, Bella Durmiente, arriba, vamos —dije mientras prendía la luz y veía que Pelu arrugaba los ojos—.
     —Pero dejá dormir, loco, ¿qué pasa? —respondió mientras se cubría la cara con la almohada—. ¡Un poco de privacidad, viejo!
     —¡Ma' qué privacidad… comprate una puerta si querés privacidad! ¿Qué está pasando, Pelu? Te desaparecés y aparecés como por arte de magia… ¿Quién sos, David Copperfield?
     —Dejáme de romper, me hacés el favor…
     —¿Cómo entraste a la casa? ¿Por la chimenea, como Papá Noel? ¿En qué andás, Pelu?
     —¿Cómo que cómo entré? Dejame tranquilo… ¿querés?…
     —Por la puerta de entrada no entraste, porque yo estaba ahí.
     —…
     —Pelu… hablá… ¿En qué andás?
     —…
     —¡Pelu! —insistí mientras le daba una patada a la cama.
     Nada. El tipo ya estaba roncando bajito como si yo nunca hubiera entrado en la habitación. Le arranqué la almohada de la cara y vi que realmente estaba dormido; fugaz y profundamente dormido. Nadie podía fingir esa expresión de chimpancé agonizante en estado de coma. Lo zamarreé y hasta le apliqué un leve y violento manotazo justo arriba de la oreja, pero el chabón ni se mosqueó. Volví al living con un signo de interrogación de seis kilos y medio gravitando sobre mi cabeza. Allí la película porfiaba una trama totalmente predecible, con un Jean-Claude Van Damme invencible repartiendo golpes a lo bobo.
     Desde entonces, como les dije, Pelu está raro. Casi tan raro como lo que me pareció ver justo antes de apagar el televisor. En el preciso instante en el que presioné OFF con el control remoto, creí ver en el fondo de la escena a un tipo que cruzaba la pantalla corriendo, ajeno a la coreografía de golpes entre un Van Damme futurista y cuatro o cinco descartables secuaces del mal. El extraño segundo que duró su aparición antes de que mi dedo accionara el botón y borrara la imagen con un eléctrico y negro chasquido no alcanzó para distinguirlo claramente. De una cosa estoy seguro: el tipo estaba encuerado, corría como un extra desorientado en busca del baño y —estoy casi seguro de esto— tenía puesta una vincha dorada.
     Volví a encender el televisor a una velocidad casi maniática.
     Pero no fue suficiente. El intruso encuerado ya no estaba ahí. Solo Van Damme y ahora dos pésimos contrincantes que se hacían un nudo al tratar de golpearlo. Miré la pantalla como la miraría un hincha de fútbol incrédulo en busca del penal que nunca cobraron.
     Entonces salí corriendo hacia el cuarto de Pelu con el control remoto en la mano.
     Me detuve a tres pasos de la puerta. Me temblaba el pulso.
     Me acerqué despacio.
     Me asomé.
     Creo que no me sorprendió encontrar la cama vacía.