miércoles, 19 de junio de 2013

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 11




     Hace unas semanas Pelu comenzó a hacer ejercicios de meditación. Lo sé porque lo vi en su pieza más de una vez. Su cuarto está al lado del mío y, además, no tiene puerta (Pelu la intercambió tiempo atrás por unas botas de Snowboard usadas, aunque no tiene tabla, en su vida practicó el deporte y estamos a mil quilómetros de la nieve; además, creo que las botas eran dos números más chicas). La cosa es que Pelu hace ejercicios de meditación. Lo sorprendí una noche sentado en el suelo de su cuarto al pie de la cama: los ojos cerrados, las piernas echas un nudo y las manos semiabiertas apoyadas sobre las rodillas; todo un idiota new age en trance, encuerado y con una vincha dorada en la cabeza. Miralo al infeliz este, pensé. ¡Hasta con vinchita y todo!
     Al principio no le di importancia. ¿Qué problema había con que Pelu hiciera lo que hiciera, mientras no molestara a nadie? Pero enseguida me entró una sensación extraña; me inquietaba la idea de que un espécimen como Pelu se conectara con el universo o con sí mismo. Comencé a olfatear cierto peligro. ¿Qué tal si de alguna manera el tipo potenciaba su idiotez; no sé, maduraba y crecía su capacidad de hacerme la vida imposible?
     Entonces comenzaron a pasar cosas extrañas… muy extrañas: cortes parciales de electricidad, en los que se iba la luz en un cuarto de la casa y en otros no; repentinos fogonazos dorados en la pantalla del televisor apagado e interferencias bien raras al escuchar la radio, en las que a veces se traslucía el irreconocible dialecto de una voz seca y crocante. Y, sobre todo, las cosas no paraban de desaparecer; eso era lo más raro y lo que más me volvía loco. Me desaparecieron una zapatilla, un CD de Foo Fighters y otro del Flaco Spinetta, así como un globo terráqueo que juntaba polvo en un estante de mi pieza desde que tengo 9 años. Una noche no estaba mi cepillo de dientes, pero apareció como por arte de magia al día siguiente adentro de un frasco de berenjenas al escabeche.
     Pero desaparecieron dos cosas en particular que todavía no logro entender. Una noche me levanto para ir al baño y cuando intento abrir la puerta, me encuentro con que no había picaporte. Me quedé tanteando la oscuridad como ciego recién estrenado, dando manotazos inútiles en cada centímetro de la puerta pero sin poder dar con la manija. Terminé yendo al otro baño. A la mañana siguiente el picaporte estaba ahí, como si nada.
     La otra desaparición fue aún más inquietante. En la heladera tenemos pegada una foto en la que Pelu y yo salimos abrazados con un primo en una playa de Villa Gesel. El martes pasado a la mañana estaba por sacar la manteca y el dulce de leche para ponerle a unas tostadas, cuando, al abrir la heladera, me doy cuenta de que algo está fuera de lugar. Era la foto. Con la cara prácticamente pegada a la imagen no podía creer lo que estaba viendo. Era exactamente la misma foto que había estado ahí durante los últimos tres años; todos con la misma expresión de ansiedad incontenible, poniendo cara de turistas experimentados pero con la piel blanca como pollo en oferta, cosa que delataba que acabábamos de llegar; el primo Fito con sus anteojos de sol, como salido de una película de Terminator y yo con la pulserita barata que acababa de comprar. Todo exactamente en su lugar, a excepción de una cosa que no me entraba en la cabeza: Pelu no estaba en la foto. Ahí a la derecha, donde Pelu siempre había estado saludando a ningún lado con cara de adolescente MADE IN BEVERLY HILLS, no había nada. Solo se veía la continuación de la playa de fondo y el aire; y un extraño vacío, como si Pelu se hubiera disuelto entre los pixeles, como si se hubiera esfumado, como si todo lo que quedaba ahí en la imagen fuera la sombra de un fantasma clandestino.
     Pará, ¡me estás jorobando!, dije en voz baja mientras veía la foto con la intensidad con que miran los locos o los malos actores. ¡No puede ser, me están macaneando, viejo! Agarré la foto y fui a toda velocidad hacia el cuarto de Pelu en busca de un testigo, una explicación, algo...
     Pelu no estaba en su pieza; tampoco en el baño, ni en el patio ni en ningún otro lado. Pero cómo, si no lo escuché salir… si el vago este siempre está durmiendo a esta hora, pensé mientras miraba para todos lados con la foto en la mano.
     Corrí de vuelta al cuarto de Pelu. Busqué en todos lados. Miré la foto. Sonreí como un idiota asustado. Me senté en la cama. Miré al suelo sin saber qué pensar.
     Ahí encontré el libro; se asomaba, apenas, por debajo de la cama, como escondido al apuro. Cuando lo saqué y leí la tapa todo fue más claro e infinitamente más confuso a la vez. No era una novela, ni alguna obra de ficción. Se trataba de una desquiciada pieza científica o algo así, con gráficos, estudios y fórmulas raras. En la portada color bordó estaba grabado en letras doradas el nombre de la autora, Génesis Torcuato Scheinstaw, y, justo arriba, todo en mayúsculas, un título ridículo, esquivo, ingenuamente peligroso:

     “CÓMO DESAPARECER TOTALMENTE”