lunes, 24 de septiembre de 2012

Eternidad



Las uñas del tiempo se hunden en el alma,
en el oleaje de su pelo, en nubes lejanas,
en brújulas de la eternidad
que enmudecen
en paredes desoladas.

En ojos llenos de viento
de niños sin nombre
en las calles de la infancia.

En el cuerpo que se apaga,
en rostros que huyen y regresan
como querubines o fantasmas.

Las uñas del tiempo desgarran las alas
de ocasos espurios
que surcan espejos
para morir en mi almohada.

Detrás de los espejos
el tiempo se alarga.
Detrás de los espejos,
serena, ancestral,
intuyo tu mirada.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 8



     Tres días y siete noches. Eso es lo que duró la relación de Pelu con la tilinga de la panadería. Eso es lo que duró mi abstinencia al pan. De un día para otro le agarré una repulsión inconscientemente voluntaria a las panaderías y a su producto principal. No solo era la obstinación de no comer pan —¡con lo que siempre me gustó!—, sino el precario deleite de desintegrar cada bollo, cada baguette, cada despreciable pancito que se cruzaba por mi camino.  
     Una tarde, mi vieja me sorprendió aplastando una bolsa de figacitas de manteca con la guía telefónica. Difícil describir el placer primitivo que me llenó al sentir el peso de 650 páginas inútiles desintegrar esos ridículos montículos de pan.    
     —¡Pero qué estás haciendo! —gritó mi vieja al entrar a la cocina. Me sentí como un mocoso de seis años sorprendido en pleno acto de aplastar las plantas, o el pan.
     —¿Por qué estás…? ¿Pero te volviste loco? —aulló entre sorprendida y fastidiada.
     —No, má… me volví antipanista.
     —¿Antiperonista? Pero qué tiene…
     —No, no. An-ti-pa-nis-ta. Estoy en contra del pan.
     —Ah, antipanista… mirá vos —pronunció, ahora sí, con una mezcla atómica de fastidio y sarcasmo—. Lamento decirte que ese nombre ya está tomado; tiene que ver con algún partido político mexicano. ¡Así que antipanista las terlipes! ¡No quiero volver a verte aplastar más el pan, me oíste!
     —Má…
     —Antipanista —masculló negando con la cabeza mientras enfilaba para el baño—. A veces no sé cuál me salió más salame, si vos o Pelu. Antipanista…
     Antipanista, sí. Es que de verdad no soportaba el pan. Es más: una noche, mientras me tapaba los oídos con la almohada para no escuchar la voz de la atorranta de la panadería en el cuarto de Pelu, pensé hasta en la posible formación de un grupo para desarraigar para siempre el pan de sobre la faz de la tierra (o, por lo menos, del país): el PAN (Partido Antipanista Nacional). Los mexicanos se me adelantaron. Aunque eso es otra cosa. Otra cosa…
     La cosa que importa ahora es que todo terminó. Digo: Sara terminó, para Pelu y para mí. La última noche que ella apareció por casa, Pelu había ido al centro a una exhibición de kimonos, palitos chinos y otras giladas orientales (algo le quedó del Dr. Sung, parece). La vieja estaba en casa de una tía mirando una de esas novelas semipornográficas para señoras que quieren mirar sin mirar, así que yo estaba solo en casa. Éramos la noche, una porción de pizza fría, El Eternauta y yo. Era el timbre. Era Sara; Sara y yo.
     La hice pasar y se sentó en el sillón, cruzándose de piernas. Preguntó por Pelu y con satisfacción le dije dónde estaba.
     —¿En una exhibición de qué? —preguntó sin comprender.
     —De kimonos y palitos chinos. Qué se yo, una de esas reuniones para idiotas excéntricos.
     —¿A esta hora? Perdoná que te diga, pero tu hermano no está bien de la cabeza. No sé… no es lo que aparenta… para nada.
     —¿Qué querés decir? —pregunté totalmente consciente de lo que quería decir.
     —No sé… es un tipo muy raro. A veces pienso que, perdoná que te diga, o es un tarado o está totalmente loco.
     —No sos la única que se da cuenta tarde —dije con un gusto parecido a la venganza en los labios.
     Permaneció mirándome fijo, como queriendo leerme el pensamiento, estudiándome. Eso sentí: que me estudiaba, que me medía. Yo miré el suelo. Sentí, como alguna vez en la panadería, que todo se aceleraba con una velocidad ajena al tiempo.
     —¿Estas solo? —preguntó con tono felino y sentí un escalofrío en la espalda. Tragué saliva.
     —Eh… sí.
     —Umm… —dijo mirándome directo a los ojos. Volvía a tragar saliva—. Nunca te di los dos kilos de Sara.
     No podía creer lo que estaba pasando. La chica con la que tanto había soñado se me estaba entregando en mi propia casa. Una mina más ligera que un chita, envuelta en moño y servida en bandeja de plata.

     Hice lo que había que hacer. Que me perdonen. Reconozco que la pensé; por unos segundos dudé, titubeé. Pero al final hice lo que había que hacer: la saqué sonando de la casa. Créanme que me dolió, que fue difícil. Yo sé que a una mujer así no se le puede negar nada. Sé que Pelu es un tarado, que me ha fastidiado cada día de mi vida, que quizá hasta se lo merecía. Hubiera sido tan fácil. Pero a un hermano no se le hace eso. Nunca. Un hermano es un hermano. Aunque sea Pelu.     
     Apenas se fue Sara, fui a la cocina y como un buitre desaforado comí a tarascones todo rastro de pan que encontré, incluso el pan duro para rallar. Paré cuando me di cuenta de que había tragado algo de moho en un pan de salvado cosecha '78. 
     No voy a admitir que lloré.