jueves, 23 de agosto de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 7



     La chica de la panadería es una atorranta.
     Es una...
     Resulta que, a la semana de haber intentado comprar dos kilos de Sara, me decido a volver a mostrar el hocico en la panadería. Una semana entera repasando lo que iba a decir; practicando frente al espejo cada una de las palabras y los gestos para no fallar, para ganar una, alguna vez. Me pongo una remera de Radiohead, me (des)peino cuidadosamente , me calzo las Topper blancas y el jean que me planchó la vieja y enfilo para la panadería con el mayor aire de ganador que tuve en mi vida. Iba teledirigido como un kamikaze Stone y optimista con la única misión de que alguna vez me saliera una bien. «Voy sin Pelu», pensé, «Tengo la mitad de la batalla ganada, loco».
     Las cosas se dieron de película, como si un Spielberg oculto estuviera moviendo las piezas —haciendo que a la gorda que estaba delante mío en la cola la atendiera otra empleada o que el pibe que quedaba saliera desesperado a contestar el celular— para que la escena fuera la que tenía que ser: Sara y yo, yo y Sara.
     —Buenas tardes, ¿qué vas a llevar? —me preguntó.
     —Dos kilos de Sara —respondí con la sonrisa que había practicado 203 veces frente al espejo.
     La hice reír. Nos reímos juntos. «¡Por fin me sale una, viejo!», pensé mientras por primera vez, realmente, la miraba a los ojos. Me quería quedar ahí, atrapado; no decir nada más. Pero seguí hablando, casi en piloto automático, llevando la conversación por los pasajes que ya había memorizado, sintiendo que ganaba terreno, que me acercaba a algo, que agarraba velocidad, una velocidad que no sé cómo se medirá —en latidos por segundo, en grados centígrados por metro cuadrado, qué sé yo—, acelerándose todo a mi alrededor y dentro de mí, como si la panadería diera vueltas, como si al mundo se lo estuviera llevando un huracán y Sara y yo estuviéramos ahí, en el centro mismo de todo, en el ojo de ese tornado que acelera y acelera y acelera. Y yo galopando en la risa y en los ojos de Sara a toda velocidad; flotando a mil kilómetros por segundo en algo parecido a la felicidad.
     Hasta que me parto la frente contra una pared.
     Hasta que Sara me para en seco.
     —Te hago una pregunta —me dice—. ¿Quién es el chico que vino con vos el otro día?
     —…
     —El que te esperaba afuera, con las bicis…
     —…
     —Perdoná que te pregunte… vas a pensar que soy…
     —Es mi hermano… mi medio hermano —respondí sintiendo que se me caía un piano encima; pero no encima de la cabeza, sino del dedo meñique del pie; ahí donde más duele, donde uno es más vulnerable. Cuatrocientos kilos de piano cayéndome perfectamente sobre la uña del dedo meñique.
     Una vez más, salí de la panadería echo un ente. No sé cómo, pero le terminé dando a Sara el número de celular de Pelu y a Pelu a Sara prácticamente en bandeja. Lo único que me quedó a mí en las manos fue una ridícula bolsita de miñoncitos. Apenas salí de la panadería los revoleé contra el asfalto como si fueran boleadoras, corrí tras la bolsita y empecé a aplastar los miñoncitos al mejor estilo Don Ramón, dando saltos exagerados y pateando los panes de un lado para otro como un simio fuera de control.
     Lo peor de todo es que no es la primera vez que me pasa. Digo: no lo de estar aplastando panes en medio de la calle, sino el hecho de que Pelu termine quedándose con la minita. Pelu es un idiota, sí. Pero no es el típico idiota con cara de idiota. El tipo —y odio escribir esto, pero tengo que ser sincero— tiene facha; el desgraciado tiene mucho, mucho levante con las mujeres. Bueno, un levante pasajero, porque enseguida se dan cuenta (las que tienen algo de seso) que Pelu es un tarado con todas las letras; en cuanto desaparece el deslumbramiento físico que Pelu suele proyectar sobre las mujeres (acompañado de frases como «Tu hermano está más bueno que un asado» o «Es justo lo que me recetó el médico»), se dan cuenta de que el tipo es el pentacampeón universal de los descerebrados. Pero para entonces Pelu ya les hizo lo que quería y ya no importa nada.
     Así que la triste realidad es esa: Pelu es lindo y yo soy feo.
     Curioso: en este preciso instante, termino de escribir la palabra feo y escucho que, con una sincronización macabra, la vecina de al lado sube el volumen de la tediosa música que suele escuchar. Ignoro quién será el autor de semejante porquería, pero el estribillo me llega como un piedrazo en la cabeza (o en el dedo meñique del pie):

     Que se mueran los feos, que se mueran los feos
     Que se mueran toditos, toditos, toditos
     toditos los feos, que se mueran 

     Eso es lo que quisiera hacer ahora mismo: morirme, levantarme y agarrarlos a Pelu y a la chica de la panadería a patadas, tirarles bolsas de pan por la cabeza, volver a agarrarlos a patadas, destruir a palazos el equipo de música de la vecina (y al payaso que canta esa canción) y volverme a morir.

jueves, 16 de agosto de 2012

Recuerdo de la lluvia que no recuerdo



     Y entonces comenzó a llover pétalos de flores hacia el negro abismo del cielo. Los frágiles copos púrpuras ascendían hasta perderse en el infinito o fusionarse con el trémulo fulgor de las estrellas.
     —Aquel será tu nuevo hogar —me dijo señalando una de ellas.
     —Mi nuevo hogar… —repetí sin palabras. 
     —¿Tienes miedo?
     —Un poco —admití mientras advertía que algunos pétalos flotaban sin decidirse a ascender—. No voy a recordar nada de todo esto, ¿verdad?
     —No. Y a la vez sí. Lo recordarás fuera de la memoria. Lo sentirás cuando te toque la lluvia que allí será tan diferente. Sabrás que muy lejos y muy cerca, del otro lado de la lluvia, en el origen, estaré yo. Seré el recuerdo de la lluvia que no recordarás.

Foto: Denis Ruvic
    

jueves, 2 de agosto de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 6




     La chica de la panadería se llama Sara. Hoy, mientras esperaba a que me atendieran, la dueña de la panadería la llamó por su nombre. Yo lo repetí mentalmente, una y otra vez, («Sara, Sara, Sara…») como si fuera el código secreto que revelaría quién sabe qué misterio, el número de lotería ganador, un talismán, («Sara, Sara…») el único nombre que realmente representa algo.
     Lo repetí mentalmente con una obstinación algo desmedida —ahora me doy cuenta— hasta que, por primera vez, me tocó que ella me atendiera.
     —Hola, ¿qué vas a llevar? —me dijo.
     —Dos kilos de Sara —contesté con una sonrisa que enseguida se transformó en otra cosa; otra cosa indefinible. Debo haber tenido la cara de un condenado a la silla eléctrica a quien, justo antes de morir, le cuentan el mejor chiste de su vida. Ese preciso instante en que la descarga eléctrica encuentra la carcajada, esa fusión escalofriante entre la risa y la muerte, esa expresión debo haber tenido, me imagino, en esos segundos que duraron años.
     De lo que pasó después —qué dijo ella, qué dije yo, qué compré, cuánto pagué, si saludé o no al irme— sinceramente no me acuerdo. Es una mancha negra y pegajosa en la tela de la memoria.    
     ¿Y Pelu?, se preguntarán. Pelu no tiene mucho que ver; aunque sí, Pelu siempre está ahí para poner la cereza sobre el postre. Me esperaba afuera de la panadería cuidando las bicicletas. Apenas le pasé la bolsa de pan para subirme a la bici me dice: «¡Compraste miñoncitos, che! Eran flautitas, loco, flau-ti-tas».
     Sin pensarlo siquiera, le acomodé una violenta bofetada entre la nuca y la oreja izquierda.
     —¡Acá tenés una flautita, infeliz!