martes, 12 de julio de 2016

Sin retorno




     Si la calle fuera un espejo, el cielo resplandecería a sus espaldas, las nubes flotarían sobre su cabeza. Acaso eso la investiría de cierta dignidad, opacaría un tanto la humillante tarea que ella se impone a sí misma. Al verla así —arrodillada, boca abajo, tan cerca del suelo— me invade algo parecido a la tristeza, al sabor de lo irremediable. 
     La primera vez que la vi también tenía la nariz a diez centímetros del pavimento. ¿O eso fue después? Puede ser que la primera vez que la vi fue una vuelta que se bajó de un coche nuevo, un… Volkswagen, creo, un auto chico, pero no sé qué modelo (los autos modernos son todos iguales). Ella siempre estaciona a la perfección, con cierta obsesión, diría, siempre en el mismo lugar, pegadito al cordón de la vereda. Su casa está en la vereda de enfrente, justo a la altura de mi ventana; es la más pulcra de la cuadra; el césped siempre al ras, inmaculado, las plantas erguidas, las ventanas impecables. Aun cuando está fresco, ella sale a barrer la vereda dos veces al día, la primera antes de que salga el sol. Ahora aclara tarde. Cuando los colegiales pasan camino a la escuela el cielo apenas traza las primeras pinceladas de luz.
     Yo siempre la observo desde la ventana de mi pieza. Es una señora mayor, pero más joven que yo, que nací en el 35, unos años antes de la guerra. Me acuerdo que cuando cumplí 80 (¿o fue a los 70?) vino mi hija, que no la veía hacía añares. Vino con su esposo, un muchacho alto, alto, descendiente de alemanes o húngaros.

     Todavía está agachada, con la cara casi contra la calle, restregando con metódica saña una mancha de aceite. Ingrato ritual: limpiar una y otra vez los manchones que deja en el pavimento el choche del vecino. A sus años (tendrá unos 65, unos 70, no sé, pero es delgadita y enérgica) se arrodilla en la calle con sus guantes de látex y no sé qué producto de limpieza y se pone a limpiar las manchas de aceite. Hace rato que está ahí, en una posición poco elegante a su edad, dándome apenas la espalda mientras lucha contra un sucio círculo amarronado. Creo que la comprendo. No la conozco bien, nomás la he saludado alguna vez al salir a la calle cuando Clarita me lleva al médico. Es amable; se perfila como ordenada y estricta, pero es amable. No sé si habrá enviudado, aunque sospecho que sí. A veces la acompaña una mujer más joven (creo que es una empleada), pero casi siempre está sola. Siempre sola, y meta limpiar y limpiar; meta ordenar y arreglar y barrer y corregir y restregar.
     Desde que me trajeron acá, hace ya algún tiempo (aunque me es difícil decir cuándo), yo la observo todos los días por la ventana —voy a ser sincero— con cierta obsesión. Ya hace tiempo que dejé de preguntarle a Clarita cuándo me van a llevar a casa. Clarita me dice que ahora vivo acá… yo no sé. En cierto sentido extraño mis cosas, aunque cada vez las recuerdo más borrosas, menos mías. Ahora todo lo siento prestado: la cama, ese viejo escritorio, el tiempo, la ventana por la que miro la vida pasar como algo ajeno, hasta que aparece ella. Mirarla limpiar, hablar con otra vecina, alejarse en su auto, es acaso lo poco que ahora me pertenece, lo poco realmente mío. Por eso estoy siempre acá, sentado junto a la ventana. Cuando Clarita entra a la pieza me hago el distraído, miro el libro que tengo en las manos, sintonizo la radio, pongo cara de concentrado. No sé, me da pudor, como un chico que mira algo prohibido. Como cuando mi madre me encontró infraganti espiando por la ventana del baño de mujeres del club Primavera. Me dio una paliza macanuda. Los años han ido desdibujando y embrollando los recuerdos, pero ese lo revivo como si fuera ayer, como si fuera hoy. Otros recuerdos se mueren antes de echar raíz, se pierden dócilmente en la maraña de la memoria. Ya no son siquiera recuerdos, sino otra cosa, ilusiones o fantasmas o retazos de algo que alguna vez creo que fue mi vida, y que la vejez y el tiempo me han ido arrancando a tirones. No hay nada peor que esta muerte pausada y febril de la memoria, de la identidad; nada más estéril que luchar cada día contra demonios invisibles para reinventar la realidad, para no perderme en la penumbra, en la mancha hosca y pegajosa que deja el olvido.

     Ella todavía está boca abajo, refregando tercamente, ahora en una posición algo más impúdica. Se pone de pie. Se seca el sudor de la frente con el antebrazo. Mira hacia el cielo, y pronto vuelve a posar la mirada en esa sombra azabache que ya es parte del pavimento. La observo mientras se vuelve a arrodillar en la calle para reanudar la miserable tarea de guerrear contra la realidad, de esclarecer ese miserable manchón que no hace otra cosa que crecer y volverse cada vez más impenetrable.
     Recién ahora noto la presencia del otro, del hombre que se acerca a ella y comienza a hablarle. En cuanto ella se pone de pie, el hombre le envuelve el cuello con un brazo y la atrae hacia él; le habla muy de cerca. Es un hombre joven, tendrá unos 30 o 40 años, aunque no alcanzo a verlo bien. Me da la espalda. ¿Será el hijo? No sé si tiene hijos. Ahora caminan hacia la puerta de la casa. No les veo la cara. No sé si ella sonríe o llora; no puedo decir si él la abraza con cariño o con prepotencia. Mi corazón emprende un galope torpe y apresurado. La mano derecha me tiembla cuando me afirmo en el apoyabrazos de la silla para ponerme de pie, mientras las posibilidades de lo que pasa en la casa de enfrente se proyectan violentamente en mi mente, como si las viera en una vieja pantalla de cine, como si fueran diversas tramas que se superponen, que entreveran escenas: ella tomando mate con su hijo en la mesa de la cocina, ella besando a otro hombre mientras él le acaricia el pelo, ella suplicándole a un desconocido que la apunta con un arma, ella llorando, ella riendo, ella sangrando…   
     Tomo mi bastón y atravieso la pieza con pasos toscos y apresurados. Clarita no está en el comedor; debe estar en el patio, baldeando o colgando la ropa. Me dirijo hacia la puerta de entrada golpeteando el piso con el bastón, haciendo un esfuerzo que acaso sobrepasa mi fuerza física. Una suerte de vértigo comienza a punzarme la cabeza, a distorsionar mi relación con la cosas. Alcanzo a dar vuelta la llave y logro abrir la puerta. El mareo me nubla los ojos. Tengo miedo de no llegar a tiempo (sin ella la soledad sería insoportable). El bastón guía mis pasos por entre el abismo urbano que me separa de ella, que me conduce hacia la salvación o el ridículo. Prosigo mi marcha y ya estoy en la vereda. De repente, siento que las ramas secas de un árbol que no alcanzo a ver me rasguñan la frente. Me cubro inútilmente el rostro con una mano y logro descender el cordón. Ya estoy en la calle, doy varios pasos, pero presiento que no llegaré a cruzar, que nunca alcanzaré a abrir la puerta que me lleva hasta ella. El mareo se profundiza, me aprieta la sien; algo helado me atraviesa el pecho. Mientras intento dar otro paso, los ruidos de la urbe enmudecen a la distancia.
     Mis piernas no responden.
     El mundo gira y se apaga.
     Antes de desplomarme en la calle, alcanzo a ver, apenas, el manchón de aceite que recibe mi caída con un brutal golpe.
     No me queda más que rogar que ella esté a salvo, que no me vea llorar y temblar de esta manera, como un mocoso que le tiene miedo a la oscuridad, como un pobre viejo que le tiene miedo al olvido. No me queda más que esperar a que este oscuro manchón se extienda sin retorno hasta adueñarse de mis días, hasta que todo —la calle, la vida, ella— desaparezca en la penumbra.