martes, 27 de noviembre de 2012

El edificio y yo... y nosotros




     Algo había ahí. No sé bien qué; pero algo había. Cada vez que me acercaba a ese lugar tenía que cruzar la calle. Por alguna razón que no sé explicar, aun en pleno día, me deslizaba disimuladamente hacia la vereda de enfrente y apresuraba el paso como si caminara descalzo sobre un témpano de hielo. Atravesaba esos metros interminables con la mirada fija en el edificio de la esquina.
     Más de una vez imaginé esa pequeña edificación como un monolito primitivo al borde de un acantilado. Podía jurar que ahí terminaba o comenzaba algo. No sé… Pero de una cosa sí estoy seguro: el edificio me observaba. Y la sangre dentro de mí se paralizaba al observar que el edificio me observaba. Es que sentía eso: que de aquellas precarias ventanas algo me devolvía la mirada. No una mirada humana, de alguien que pudiera asomarse a la ventana —de hecho, no recuerdo haber visto persona alguna en aquel edificio—, sino de otro tipo. Era, si puedo explicarlo, el peso de una mirada múltiple; una mirada íntima y única, pero plural.
     Por años agoté esa calle camino a la escuela, atraído por el impulso febril de comunicarme en silencio con aquel edificio y ser presa de algo parecido a la demencia. Llegué a memorizar la forma y orientación de cada una de sus 24 ventanas, la textura de sus ladrillos, la frágil solidez de las columnas romanas que antecedían una puerta que siempre vi cerrada, las sombras que se desprendían de sus paredes como presagiando la noche. Más de una vez soñé con el edificio. Pero, aun en los sueños, lo observaba a la distancia, desde la vereda de enfrente.
     Hasta el día que crucé la calle.
     Ese día no importaba nada. El novio de mamá me había golpeado otra vez. Demasiado.  
     Llegué hasta aquella calle como flotando en una ola de insultos y golpes a mano abierta. Aún me sangraba la boca y me costaba ver con el ojo izquierdo. Me detuve a la altura de la puerta del edificio. Durante segundos o minutos permanecí de pie con la mirada fija en la pequeña puerta de madera, con una mano aferrada a la mochila y la otra formando un puño; un inútil y débil puño.
     Algo puso mis pies en movimiento: me deslicé por la calle, subí a la vereda y, por primera y última vez, subí los breves escalones que conducen a la puerta del edificio. Me movía inmerso en el silencio que antecede a un grito.
     Ya estaba frente a la puerta. Posé la mano sobre el picaporte. Estaba helado. Cuando accioné la manija la puerta no ofreció resistencia. La abrí. Cerré los ojos. Entré.

     Juré que jamás diría lo que vi adentro. A excepción de una cosa: apenas cerré la puerta a mis espaldas, busqué instintivamente una de las ventanas y miré hacia fuera. Entonces me vi a mí mismo, temblando oscuramente en la vereda de enfrente, con la mochila al hombro y la mano izquierda eternizando un puño. Tenía la mirada fija en la puerta del edificio. Luego mis ojos se dirigieron hacia una de las ventanas. Allí nuestra mirada fue una. 
     Ese día uno de nosotros permaneció dentro de aquel edificio. El otro se alejó lentamente sin mirar hacia atrás.  

     No sé cuál de los dos escribe estas palabras.