lunes, 31 de diciembre de 2012

Idiota en el fin del mundo



     
     Este año fue una prolongada meada afuera del tarro. Me salió todo al revés, viejo. ¡Y yo que pensaba que se venía el fin del mundo y por fin se acababa todo, de una vez por todas! Soñaba con el benévolo Grand Finale que hiciera borrón y cuenta nueva, que se llevara para siempre a mi exmujer, a mi jefe, a los días insoportablemente largos de eso denigrante que llamo trabajo, a los préstamos, a las deudas, a la mala salud, a mi Racing querido y odiado que no hace otra cosa que perder…
     Pero no. No pasó nada. El Punto Final que tanto había esperado no fue otra cosa que una cínica coma; una simple y cotidiana y decepcionante coma que vino y se fue como diciendo: “Vos también caíste, pedazo de tarado”.
     Ahora me cacho en todo: en el fin del mundo, en la realidad y en mí. No tendría que haber hecho lo que hice: renunciar a mi empleo el día anterior al supuesto Apocalipsis, revoleando informes e insultando a mi jefe con un deleite desmedido, riéndome a carcajadas, envolviendo las palabras de abundante saliva. Aunque tengo que reconocer que, por un brevísimo instante, creí haber sentido algo que tal vez era la felicidad. Esa noche, contradiciendo perfectamente todas las indicaciones del médico, comí y bebí lo que se me dio la gana, y tiré las pastillas para la presión y todas las demás por el balcón. Me quedé dormido mirando una película de Clint Eastwood, esperando el fin del mundo con una ingenua sonrisa de idiota optimista.
     Me dolió tener que aparecer en el trabajo a la semana siguiente para pedir perdón de rodillas y suplicarle a mi jefe que me devolviera el trabajo por una fracción de mi sueldo anterior. De nada me sirvió moquear como un chico y argumentar que, por lo menos, no hubo fin; por lo menos, todos estamos vivos.
     El año que viene pinta mucho peor que este que se termina. Pero qué va a ser, viejo… habrá que apechugar… no es el fin del mundo.


miércoles, 12 de diciembre de 2012

Último adiós




     La escena primero me transmitió una soledad pausada y líquida. Mis ojos se tiñeron de amarillo al contemplar aquella procesión de máquinas sin alma, de cosas vacías estancadas entre el paso interminable del agua. Demasiados viajes sin destino, pensé, improvisando una marcha fantasmal y apocalíptica hacia las profundidades del océano.
     De pronto, para mi eterna sorpresa, vi que la ventanilla trasera de uno de los autos que conformaban aquel acuoso laberinto comenzó a bajarse. Pronto vi un rostro que, como flotando en el interior del vehículo, parecía mirar hacia donde me encontraba. Era un hombre de cabello gris y edad indefinida. Lo miré absorto, tratando de imaginar qué hacía metido en aquel taxi en medio de aquella peregrinación suicida. Quizá no se puede mover, pensé, mientras aguzaba la mirada sin alcanzar a ver si el hombre lloraba o sonreía.
     Saqué apresuradamente mi cámara de fotos del bolso y enfoqué el lente hasta poder ver, a duras penas, el rostro de aquel viajero ermitaño. El tipo sonreía. Sonreía como un chico en un parque temático, como un demente demasiado feliz o demasiado triste.
     —¡Compadre! —vociferé a toda voz—. ¡Salga de ahí mientras pueda! ¡Corre peligro, amigo; salga!
     A través del lente de la cámara vi cómo, sin parar de sonreír, el hombre extendió el brazo fuera de la ventanilla y comenzó a agitar la mano. No era un pedido de auxilio. El tipo me saludaba. Me saludaba con una sonrisa.
     En ese preciso instante accioné el disparador de la cámara y llegué a tomar la única foto que conservo de la escena.
     De repente, una ola lo cubrió todo como con un pesado manto.
     A través del visor de la cámara vi el instante exacto en que el agua turbia borró para siempre la difusa figura del hombre, su sonrisa eterna, la mano que aún se agitaba en el aire.
     —¡No! —grité susurrando, mientras sacaba la vista del visor y contemplaba con pavor la masa inmensa de mar que se desplomaba sobre los restos de ese naufragio que alguna vez había sido la ciudad.
     No quedó nada. Solo la confusa marea de la que emergían, acá y allá, caparazones amarillos y trozos de cosas imprecisas.

     Esa noche en el refugio, el recuerdo de aquel hombre naufragó en mis pensamientos. La imagen de su sonrisa frente a la muerte inminente; su mano en alto rindiéndome su despedida de este mundo, un adiós final y definitivo.
     Saqué la cámara del bolso. Me dispuse a ver su escurridizo rostro una vez más, a presenciar los estáticos últimos segundos de su vida en la pequeña pantalla de mi cámara; volver a ser testigo de su muerte.
     Nunca lo encontré.
     En la pantalla solo hallé el ejército inmóvil de taxis abandonados a la espera de la embestida del huracán. Nadie sonreía; nadie eternizaba una despedida. La escena estaba llena de un vacío insoportable, de demasiada soledad.
     Alguna vez alguien dijo que la memoria es como un obrero que trabaja para establecer cimientos duraderos entre las olas. Ya no recuerdo de qué ventanilla emergió su figura. Siento que las facciones de su rostro se van perdiendo en los oscuros recovecos de la memoria. El oleaje del tiempo continúa desvaneciendo su imagen. Solo alcanzo a recordar, apenas, un brazo que se agita, una mano que dibuja en el aire su último adiós. 

Foto: Michael Bocchieri