miércoles, 18 de julio de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 5



     Cuando a Pelu se le mete algo en la cabeza, no para, el tipo no-pa-ra hasta lograrlo, aunque se desangre en el intento, aunque lo que quiera sea absurdo o ingenuamente imposible. Cuando Pelu realmente quiere algo se transforma en una especie de perro salchicha desquiciado, hipnotizado con un muñeco de peluche o con una pelotita de goma. Uno podría revolear el muñeco desde un tren a 80 km por hora o al centro de un volcán y él se tiraría a buscarlo, con el muñeco de peluche flotando en las pupilas, con la sonrisa desesperada e infinitamente persistente de un can delirante, con la cara marca registrada de nabo decidido, de perfecto idiota al ataque. Así es Pelu.
     Un día se le metió en la cabeza que la cosa más importante del mundo era tener un MP3. Uno de esos MP3 que en poco tiempo serán obsoletos. Pero en ese entonces, ese aparatito de plástico era para Pelu la cosa más preciada y vital del universo: el muñeco de peluche, la pelotita de goma.
     Como buen adolescente de clase media (otra palabra para “pobre”), lo que Pelu tenía en su chanchito (y sí, aprovecho para declarar públicamente que Pelu tenía –y aún conserva– una alcancía rosada con forma de chanchito) alcanzaba para comprarse tal vez uno de los botoncitos de plástico MADE IN CHINA destinados a romperse a los seis meses de uso. Así que Pelu aprovechaba cada oportunidad de ganar un mango, como pudiera. Podría contar varias de las estrategias de Pelu para ganar plata. Elijo una, no por ser la mejor, sino por… no sé por qué. Pero acá va:
     Estoy en el baño, sentadito en el inodoro, “mandando un fax” en santa paz, hundiendo la mirada en un libro de Carlos Fuentes (creo que era La muerte de Artemio Cruz), cuando escucho que tocan el timbre. Mi vieja todavía no volvía del trabajo, así que Pelu atendió a la puerta. Como el baño está prácticamente al lado de la entrada de la casa, escuché clarito la conversación. 
     Era una vecina de la otra cuadra, una viejita ciega que de vez en cuando nos cruzábamos en la verdulería de don Atencio. La pobre mujer explicó que otra vecina le había dicho que en esta cuadra había un pedicura coreano —un tal Sung o Jung— que atendía en su domicilio. Le habían hablado maravillas del hombre y, según lo que le habían explicado, esta era la dirección. La viejita estuvo cerca, porque el coreano estaba a dos casas. Eso mismo pensé que Pelu le iba a decir, pero no escuché respuesta. Imaginé su cara de idiota maquinando algún delirio y hasta podría jurar que, si ahí mismo me asomaba por la puerta del baño, vería literalmente una lamparita encendida gravitando sobre su cabeza. 
     —Ah… sí, sí —esgrimió Pelu con una voz que no convencía a nadie a excepción de la viejita ciega—. El señor Sung la atenderá en un momento. Pase por favor. A ver... permítame ayudarla.
     Yo no podía creer lo que escuchaba. Sabía que Pelu estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para amarrocar un peso, pero una cieguita… Y yo en el baño, buscando como loco el papel higiénico que se había acabado y que por supuesto nadie había reemplazado a tiempo. Tendría que haber ido al baño que tiene bidé, pensé enseguida, pero claro, después de verlo salir a Pelu del baño con esa sonrisa de deber cumplido, ¿cómo me meto ahí, viejo? Mientras me debatía entre arrancar una de las páginas del libro o agarrar directamente la toalla (el tubo de cartón que queda del rollo de papel es resbaloso y muy incómodo… ya lo comprobé otra vuelta), escucho que Pelu invita a la señora a tomar asiento y se aleja.
     Me quedé suspendido sobre el inodoro con las piernas flexionadas como un jinete sin caballo, ni pantalones, agudizando el oído para escuchar con qué salía Pelu. Me imaginé a la cieguita haciendo lo mismo, sentada en el sillón con su cartera sobre la falda, con la cabeza levemente levantada como queriendo mirar algo que jamás iba a ver. Sentí pena por ella. Sentí ganas de agarrar a Pelu del cogote. Entonces vuelvo a escuchar su voz que se acerca por el pasillo y ya no sé qué sentir ni pensar. No sé si sentir bronca o lástima, no sé si reírme o gritar alguna barbaridad o salir del baño con la cola sucia y darle a Pelu un cross de derecha en la mandíbula.
     —Buelas taldes, ¿cómo podel aiudalla, señola? —improvisó Pelu con el peor acento oriental jamás pronunciado en el mundo. Enseguida me imaginé un perro salchicha con los ojos achinados, metido en un kimono. Si ese perro hablara, pensé, si ese perro intentara hablar en chino, ESO es lo que se escucharía. Era una cosa impronunciable, un doblaje barato de película coreana hecha en Paraguay.
     —Ah… hola… ¿Es usted el doctor J… Sung? —preguntó la cieguita.
     —Sí, sí, efeltivamelte. Llo ser doltol Sung.
     —Mire, doctor: una amiga, Alcira Romero, me habló de usted. Ella es clienta suya de hace tiempo…
     —Alcila, sí, sí —interrumpió Pelu—. Llo conocel bien Alcila y tambiel hija de Alcila.
     —¿Cómo dice, doctor? No escuché bien lo último…
     —Nala, nala… Decilme, ¿Qué necesital?
     —Como le decía, doctor, Alcira me recomendó que viniera a verlo a usted —prosiguió la cieguita con una inocencia en la voz que me partía el alma—. Es que tengo un callo, acá en el pie derecho, que me molesta mucho, vio.
     —Ah, sí, sí; no ploblema —añadió Pelu con una voz que ahora era una mezcla de Yoda, el señor Miyagi y “la Mona” Jiménez—. Ahola se lo aleglo al toque nomás. Enseguila legleso.
     Desde el baño lo escuché todo: las absurdas explicaciones de Pelu acerca de las propiedades curativas de la cebolla y el pimentón (que imagino fue lo primero que encontró en la cocina) y de qué sé yo qué técnica ancestral que consistía en aplastar kiwis maduros con la planta de los pies (los kiwis casi podridos que había sobre la mesa del comedor, claro). Aguanté en silencio una sartenada de idioteces hasta que Pelu ya estaba diciendo cualquier cosa con cualquier acento y los quejidos de la señora ya eran demasiados. La escena que vi al salir era exactamente la que me había imaginado: la palangana con agua apestada de cebolla y pimentón; la señora con un pie metido en el agua y el otro en las manos de Pelu; algo que parecía puré de kiwi en el suelo; Pelu de cuclillas como un chimpancé empedernido, cortándole las uñas a la cieguita con un alicate; la pobre mujer aferrada a los almohadones del sillón, quejándose y ahogando gritos de dolor; Pelu que me mira y en silencio me suplica que no diga nada.
     Lo miré fijo por unos segundos; creo que lo insulté en silencio. Negué con la cabeza y arrastré los pies por el pasillo con los pantalones por las rodillas en busca del papel higiénico.