miércoles, 29 de febrero de 2012

En un instante

Foto de X.S.


     
     En cuanto el Cadillac blanco volvió a cortarle el paso con una maniobra peligrosamente displicente, Ramón no pudo contener el insulto que hacía rato venía masticando. Aquella evocación poco respetuosa de la madre y parentela del infeliz que manejaba el Cadillac lo dejó con un gusto extraño en el paladar; le brindó la efímera sensación de algo parecido a la felicidad. Sintió como si las palabras literalmente despidieran una substancia agridulce que pacificaba los ánimos para luego volver a sacudirlos con una indignación desmedida. Para cuando terminaba de acordarse de la hermana de aquel tipo sin nombre, lo atacó fugazmente la idea de que cómo podía detestar tanto a alguien que no conocía. 
     El Cadillac volvió a cambiar de carril entre dos automóviles y los bocinazos graznaron como cuervos afónicos. ¡Pero qué tipo, viejo!, masculló Ramón, irritándose cada vez más, amasando en su interior la mezcla chiclosa de la bronca, sintiéndola fermentar, burbujear ya entre las venas. Hacía rato que el del Cadillac venía cruzándose mal a demasiada velocidad en una autopista abarrotada de demasiados infelices demasiado cansados, como Ramón, que había tenido que pegar unos cuantos frenazos para darle paso.
     Amarrado al volante como loco malo, Ramón intentó desviar los pensamientos, sabotear la ira con algún recuerdo apacible. Lo primero que le vino a la cabeza fue la imagen de un sueño que hacía tiempo lo visitaba de noche: él se encontraba solo en un desierto de cemento, llorando en silencio y de rodillas sobre el pavimento caliente. Entonces aparecía una niña pequeña de cabello dorado y le sonreía; simplemente se paraba frente a él y le sonreía. Luego sacaba una margarita anaranjada que tenía en el pelo y la posaba sobre las manos de Ramón. Entonces la niña se marchaba y el sueño se iba con ella. Esa imagen siempre le daba paz y, por unos segundos, logró redimirlo.
     Pero enseguida volvió a centrar la mirada en el Cadillac de vidrios polarizados, que tras varias maniobras aceleradas había quedado en el carril de al lado, a escasos metros delante de él. El Cadillac zigzagueaba entre un carril y otro, intentando determinar qué fila avanzaría más rápido. Cuando volvió a cruzarse frente a Ramón, este no pudo más: algún cable en alguna parte de su cerebro cedió, se le electrizaron los pelos del cuello, se le hinchó la vena que le atravesaba la frente; se aferró al volante con el patético gesto de una caricatura maldita. ¡Matate, imbécil!, fue lo último que alcanzó a gritar al acercarse al Cadillac a toda velocidad, como un corredor de Fórmula 1 poseído.
     Lo demás sucedió en unos segundos rabiosamente veloces, interminables.
     El Cadillac derrapó con violencia y se estrelló contra el muro que se extendía a pocos metros del carril izquierdo. Ramón vio en el espejo retrovisor cada una de las vueltas macabras del auto, los giros del cuerpo metálico que perdía su forma con cada golpe. El estruendo del hierro contra el cemento —que tantas veces había disfrutado en películas de acción— ahora le pareció insoportable. Su cuerpo se estremeció con los retorcijones del metal; la explosión de vidrio y plástico le erizó la piel, la oleada de humo y caucho le secó la garganta.
     Con una maniobra apresurada y peligrosa, sin pensarlo siquiera, Ramón detuvo el vehículo en la banquina, salió y corrió a toda velocidad hacia el Cadillac, que yacía de costado sobre el asfalto. No puede ser… no puede ser, repetía sin escucharse a sí mismo, mientras su voz se perdía en un torbellino de automóviles. No fue sino hasta que estuvo a escasos metros del Cadillac que alcanzó a ver por entre el parabrisas trizado y las bolsas de aire, en el asiento trasero, una pequeña melena rubia, de la cual colgaba, apenas, una intacta margarita anaranjada.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Fulgor: una novela infestada de soledad


Un meteorólogo enclaustrado en un pequeño observatorio contempla el cielo infinito de la noche; allí están los astros, la oscuridad, el tiempo… la soledad. Desde su reducido mirador en Valle Escondido, Nicolás Fonseca observa innumerables mundos y estrellas que giran tercamente en su espacio programado, cada uno de ellos languideciendo en un aislamiento absoluto. Fulgor, la última novela de Jaime Collyer, es una historia infestada de soledad, de fantasmas que se desprenden como sombras de cada una de las páginas y se corporizan frente a nuestros ojos.
     Esta fascinante nouvelle de Collyer se adentra en la vida de Fonseca, quien tras perder la virilidad a causa de una operación, pasa un año recluido en un observatorio en plena montaña, lejos de su esposa e hijo. Allí comienza a tambalearse sobre la cornisa que divide la realidad del delirio. En su austero mundo cordillerano, la soledad se refleja en todas las cosas: en la sombra amenazante y patética de un vagabundo, en un cachorro extraviado que llega hasta él, en el ampuloso gesto de un árbol separado de los demás, en cada uno de los seres o espectros que habitan su desolado universo. Hasta que un fulgor inexplicable se desangra repentinamente en el cielo, agrietando con su resplandor el cascarón invisible que envuelve el mundo de Fonseca. A partir de entonces ya nada será igual.
     Una novela melancólica, una historia que penetra el caparazón y nos conduce a la esencia misma del ser humano: el dolor, el amor, la crueldad, la compasión, la locura, el hambre, la lujuria, la esperanza, la soledad; siempre la soledad.


Jaime Collyer
Fulgor
Santiago: Mondadori, 2011

jueves, 16 de febrero de 2012

Mis palabras ya son viento


      La última bala destrozó una vasija a un palmo de su cabeza. Antes de que los trozos partidos de arcilla tocaran el suelo, Nahuel ya había brincado de su escondite y se desplazaba como un puma enfurecido hacia las filas del hombre blanco. Bajo la luz turbia del ocaso, los gritos de mi gente se apagaban en medio de estruendos malditos, como si un manto de fuego y pólvora los cubriera lentamente.     
      Nahuel apoyó la espalda contra el muro de piedra que lo ocultaba de los verdugos de la tribu. Permaneció inmóvil por un instante, escuchando su propia respiración, empuñando firmemente el cuchillo de su padre.
      Los cobardes fuegos del hombre blanco estallaban en el aire, tiñendo de sangre la tierra de nuestros ancestros. Al cabalgar el viento vi los cuerpos inertes de mis hermanos, y a Nahuel, aún junto a la muralla. Besó la roca y pronunció contra su áspera superficie una última plegaria. Entonces lo vi trepar y saltar el muro, correr entre el humo y el fuego… lo vi hundir el cuchillo en la carne de los verdugos.
      «Corre, Puma… mata», pronuncié al volar junto a su lado, mientras él adoptaba la postura de una fiera en el aire. Lo oí rugir entre los fogonazos y herir a su paso. Contemplé el resplandor carmesí de su cuchillo bajo la agónica luz del sol... lo vi caer con el cuchillo en alto. Antes de partir, llegué a divisar su cabello impregnado de lodo y sangre, su cuerpo destrozado a unos pasos del mío sobre la tierra de nuestros padres; pero ya el humo me alejaba de él y de mi propio cuerpo vacío mirando hacia el gran cielo… me alejaba de todo.  
       Soy Wirinmañke, poeta de los mapuches, hijo del cóndor, muerto en la batalla; mis palabras ya son viento y es hora de partir, de elevarme y partir…

miércoles, 8 de febrero de 2012

Lupita se fue

Imagen: Rutger Blom

     Extraño mucho a Lupita. Ya no sé cuánto tiempo he estado aquí sin verla, sin sentir el hormigueo de su mirada sobre la mía. Es que no encuentro otra forma de describir lo que una sentía al mirar esos ojos profundamente negros, como si de ellos se desprendiera la mirada de miles de ojos negros, titilando como hormigas, mirándolo todo, comprendiéndolo todo. Es que Lupita lo sabía todo. Me parece haber escuchado decir a Carlos que hace años que Lupita se fue (¿o hablaba de su hermana?), pero a mí se me hace que ayer jugábamos juntas con muñecas idénticas, con vestidos idénticos. Siento que fue ayer mismo que confundía su reflejo con el mío cuando nos mirábamos al espejo. Mi hermana Lupita…
     El otro día al cruzar un espejo me encontré con sus ojos. “¡Lupita!”, grité suavemente, casi susurrando. Le dije a Carlos que la había visto en el espejo. «Es usted, mamá», me dijo Carlos (¿o era mi otro hijo?). «Lupita es usted», me dijo.
     Yo no sé si Lupita soy yo, si es mi hermana... no sé adónde se fue. Solo sé que la extraño.