miércoles, 25 de septiembre de 2013

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 14



     Me despertó una especie de aleteo dorado que me cruzó los párpados. Me levanté sobresaltado, perdido. En la oscuridad de la madrugada, mientras trataba de orientarme, lo vi a Pelu. Estaba sentado en el suelo en la misma posición en que se encontraba la última vez que lo había visto. Me pareció ver una especie de estela dorada en el aire, algo raro, aunque seguro era un efecto visual causado por mirar de golpe la oscuridad; no sé, uno de los engaños que nos juega la vista en la penumbra.
     Todavía un poco dormido me acerqué a Pelu. El infeliz seguía ahí, como incubando un huevo. Le estaba por hablar, pero el instinto se me adelantó. Fue un reflejo, creo.
     Le zampé el más glorioso y traicionero de los coscachos.
     No es para mandarme la parte, pero fue simplemente perfecto: el más hermoso de los coscachos que di en mi vida; que nadie, jamás, haya dado en su vida. Un violento guadañazo en la oscuridad que despertó a Pelu de su estupidez meditativa, quizá hasta le acomodó un poco las ideas y lo dejó tirado boca abajo en el suelo. 
     —¡Pero la… ¿quién…?! —masculló Pelu mientras se incorporaba, más perdido que turco en la neblina.
     —¿Dónde miércoles estabas, Pelu?
     —¿Pero qué hacés, infeliz? ¿Por qué la violencia?
     —No sé… me salió —dije justificándome—. Fue un reflejo…
     —Sí, seguro… Me parece que a mí también se me va a escapar un reflejo.
     —Te estoy preguntando que dónde estabas —pronuncié mientras prendía una lámpara que, más que iluminar, ensució la oscuridad con un turbio resplandor.
     —¿Qué se yo? Por ahí…
     —Por ahí… ¿Y dónde es por ahí?
     —Difícil de saber, a veces… Además, te metés a mi cuarto, me propinás terrible golpe ¿y encima me hacés un interrogatorio?
     —¡Es que Pelu… me tenés de los pelos, viejo! Primero meta desaparecer todo (todavía no encuentro el CD de Los Piojos ni el calzoncillo azul, que es el único que no está todo agujereado) y después te desaparecés a cada rato como un Gasparín cualquiera.
     —Loco, pero yo no molesto a na…
     —Y encontré el librito ese para desaparecer y qué se yo qué otra gansada.
     —¿Qué libro? —largó Pelu con voz de ganso castrado.
     —El libro para trastornados que tenés abajo de la cama, no te hagas.
     —Igual, ese libro es puro verso. No funciona, loco. No se puede desaparecer totalmente.
     —Ah, ¿no? —dije tomándole el pelo—. Ta’ bien. Entonces, se puede desaparecer, pero no totalmente.
     —Claro.
     —¿Y cómo es eso, Pelu, a ver? —pregunté solo para ver hasta dónde me llevaba la conversación.
     Lo que siguió fue muy raro. Demasiado raro. Pelu respiró hondo y comenzó a contarme, con detalles inútiles, algunas de sus supuestas desapariciones. No sé si por cansancio, por simple curiosidad o porque sencillamente no me entraba en la cabeza lo que decía, no lo interrumpí; dejé que largara el rollo, que me contaminara la mente con su delirio mientras lo escuchaba con la boca y los ojos más abiertos de lo normal.
     —Te digo: no se puede desaparecer por completo —repetía a cada rato, con un aire de frustración—. Siempre estamos en algún lado.
     —Umn… Y… ¿qué se siente desaparecer?
     —Desaparecer es… es algo entre quedarte dormido y desmayarte —explicó sentado en el suelo como un buda melenudo e irreverente—. Es un desmayo de cuerpo y alma. Es como sumergirte en el medio del océano y quedarte dormido, y sentir que un remolino infinito te traga.
     —Ah… clarito. Un remolino infinito…
     —Sí, algo así. No es fácil de explicar.
     —No, sí. Me imagino…
     —Desaparecer —dijo entonces con cierto desencanto— es simplemente irse a otro lado. 
     Entonces comenzó a relatar qué era ese “otro lado”. La lista de “sublugares” —palabra que repitió varias veces y que enseguida recordé que había leído en el libro— era inacabable, tanto en extensión como en su grado de paranoia. Según Pelu, las desapariciones lo llevaron al azar al más impensado de los sublugares, muchísimos de los cuales ahora me cuesta recordar. Dijo que la primera vez apareció adentro del carozo de un durazno, en donde había dos “señoras raras” vestidas de negro que jugaban a las cartas o al ajedrez. Otra vuelta apareció en un desierto de nieve en el que estuvo perdido un tiempo, para luego descubrir que el desierto era en realidad la cana de una anciana que vivía en un mundo paralelo al nuestro —un espejo de nuestro mundo— en algún punto del espacio, junto a un cartel luminoso que decía “Hasta acá llega el universo, a partir de aquí todo está privatizado”. Comentó que viajó hasta los sueños de un gorila de la selva amazónica y hasta un lugar muy azul —“más azul que el color azul”, en las palabras de Pelu— en el que dos milenarios viejitos orientales jugaban a las bochas con planetas.
     —Ojo —aclaró Pelu con toda seriedad—, no eran bochas que parecían planetas; eran mundos de en serio, como si dos tipos de repente agarraran y se pusieran a jugar a las bochas con Venus y Saturno. ¡No te imaginás el despelote que era eso!
     —No, Pelu. La verdad que no me imagino.
     —Me di cuenta —siguió repitiendo hasta el cansancio— de que no se puede desaparecer totalmente. Uno siempre está en algún lugar. O en algún sublugar.
     —…
     —Lo que pasa es que todo es materia, por eso no se puede desaparecer totalmente. Hasta el tiempo es materia, viejo. En uno de los sublugares que visité, en una caverna o gruta, me pareció que toqué el tiempo. Era una cosa que estaba ahí, que me rozaba y se confundía conmigo, como si estuviéramos hechos de la misma materia. No sé cómo explicártelo.
     —No, no. Te entiendo clarito —aclaré ya bastante asqueado de tanta degradación mental—. Es como si hubieras tocado, suponete, un sorete de perro… y después te das cuenta de que eso y tu cerebro tienen la misma materia, exactamente igual que el porro que te habrás fumado…
     —Te estoy hablando en serio, che. ¿Ves que no te puedo contar nada?
     —¿Pero qué querés que te diga, Pelu? Me venís con cada cosa, hermano. ¿Qué te fumaste?
     —Nada. ¿Qué voy a fumar? Te estoy hablando en serio.
     —Pero me estás cargando, Pelu. Ya estamos grandes, che. Aparte, ¿no te podrías haber aparecido en la torre Eiffel, las pirámides de Egipto o en un partido del Barça, qué sé yo, algún lugar un poco más normal? No, tenías que aparecerte en un durazno o en la caspa de un gorila… Dejame de hinchar…
     —En el sueño de un gorila.
     —Da igual, Pelu. En el sueño de un gorila. ¡En el sueño de un gorila!
     —Hay cosas más raras…
     —…
     —No te imaginás lo raro que es estar en un libro de Borges —dijo batiendo la mano derecha—. Hay demasiados laberintos, loco. Estuve como tres días para salir de ahí. Y siempre con el peso insoportable de tener en la nuca la mirada de un ciego. Nadie mira con más intensidad que un ciego, te lo digo…
     —…
     —Pero lo más extraño fue estar entre las palabras de un tipo… un escritor… bueno, no sé si es escritor, pero escribe… un tipo raro con nombre raro. Pero la palabra entre no es la correcta. Sentí que yo era las palabras, que las palabras me daban forma, ¿entendés? Como si yo estuviera hecho de tinta, de pixeles, de electrones, de ese espacio blanco atravesado por líneas negras que forman y deforman la realidad. Vos también estabas ahí, y mamá, pero no se daban cuenta. Y el tipo ese nos hacía y deshacía como quería y ponía palabras en mi boca hecha de palabras. Fue muy raro, loco, muy raro…
     —Pelu, con vos TODO es raro. No hay una sola co…
     —¿Y si realmente es así? —me interrumpió Pelu ensimismado en sus pensamientos—. ¿Y si nomás somos palabras en una página o en una pantalla? ¿Y si somos monigotes en la mente de algún escritor o, peor, algún bloguero de esos que vos seguís? Y si el tipo se cansa de escribir, si se aburre ¿qué va a pasar con nosotros? Decime. ¿Se acaba todo?
     —Y bueno, ahí desaparecés totalmente, que al final es lo que tanto querías, ¿no?
     —No, te digo que nunca desaparecés totalmente. Eso no existe. Pero lo que me preocupa realmente es que el tipo ese se canse de escribir y nuestra vida quede colgada, en espera, en ninguna parte.
     —¿Qué tipo, el bloguero? —dije con total escepticismo—. Mirá, Pelu, nadie está controlándote a vos ni a mí; no somos marionetas.
     —No sé, loco, no sé…
     —Escuchame: A vos puede ser que alguien te esté controlando, porque no se pueden decir tantas pavadas por voluntad propia, pero yo no soy títere de nadie; yo hago lo que se me pega mi regalada gana.
     —¿A ver? Demostralo. ¿Por qué no hacés algo que el tipo ese nunca se imaginaría?… algo que lo descoloque…
     —¿Descolocar a quién?
     —Al tipo que nos escribe. Ya sé —prosiguió Pelu con un brillo fugaz en los ojos—, salí a la calle, tocá la puerta del vecino, ahora mismo, la puerta de don Octavio, y cuando salga enchufale un beso en la boca.
     —¿Estás loco?
     —No, te hablo en serio. No tiene sentido, y por eso mismo lo tenés que hacer. Tenés que agarrarlo por sorpresa, revelarte. Si no querés dárselo a don Octavio, dáselo a su nieta, no importa.
     —¡Pero estás de la cabeza, Pelu! No voy a ir en plena madrugada a darle un beso ni a don Octavio, ni a su nieta, ni a nadie. ¿Pero qué tenés en el marote, hermano?
     —¿Ves? El tipo ese te tiene controlado… te tiene agarradito de las polainas.
     —Mirá: con vos no se puede hablar —dije más resignado que fastidiado—. Mirá que intenté. Pero ya está bien por hoy, loco. Ya estuvo. Me voy a dormir.
     —Andá nomás. Andá a tu camita, que es exactamente lo que debe estar escribiendo el tipo ese…
     —Sí, sí… y vos andá a meditar, gil.
     Ya no me importaba nada. Pelu podía desaparecer, viajar por el universo y cada uno de los sublugares del inframundo o aparecerse en la casa de la tía Polola, me daba igual. Solo quería dormir; nada más. Dormir en santa paz y, sobre todo, dejar de escuchar a Pelu, que ya me estaba reventando la cabeza e inflando la paciencia. Me fui de su cuarto y entré al mío, con la voz insoportable de Pelu todavía desafiándome a revelarme contra nuestro supuesto controlador. Cerré la puerta, me saqué los pantalones y me metí en la cama. Podía caerse el mundo a pedazos; lo único que a mí me importaba era disfrutar ese placer horizontal, esa necesidad tan básica de desplomar el cuerpo y poner la mente en standby. Me acomodé entre las sábanas hasta que encontré la posición perfecta y por un instante sentí algo que tenía gusto a felicidad. Tengo ganas de dormir y me acuesto a dormir y a la lona, viejo, sin que nadie me esté mandando, me dije a mí mismo mientras comenzaba a entrar a ese limbo mental que precede el sueño. Me preguntaba qué sueñan los gorilas. Me preguntaba si es posible que exista un mundo paralelo al nuestro. Me preguntaba qué habría pasado si hubiera ido a tocarle la puerta al vecino y por qué nunca haría algo así. De repente ya no estaba tan cómodo. Quería dormir y no podía. Como si una fuerza sobrenatural hubiera decretado que no, que esa noche no iba a dormir. 

viernes, 13 de septiembre de 2013

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 13



     Llevo semanas tratando de descifrar el libro secreto de Pelu. Creo que voy comprendiendo. Creo que me estoy volviendo loco. Creo que esa es precisamente la clave: perder todo sentido de cordura y ver las cosas con la lucidez de la demencia.
     La semana pasada me di cuenta de algo que antes no había tomado en cuenta: muchas de las páginas del libro tienen una levísima marca que las atraviesa verticalmente por la mitad; era evidente que alguna vez habían estado dobladas. “Acá hay algo”, pensé, y doblé una de las páginas marcadas siguiendo el pliegue vertical. No lo podía creer: las oraciones que resultaron de la combinación de la mitad izquierda de la página 52 con la mitad derecha de la página 54 eran frases perfectas; muy raras, pero gramaticalmente perfectas. Por primera vez, el libro decía algo que podía llegar a tener algún sentido. Hice lo mismo con todos los dobleces que encontré —23 en total— y leí cada uno con una avidez abismal, como un monje rabioso a punto de descifrar el Código da Vinci.
     Algo no cerraba. La combinación de mitades de páginas tenía sentido cuando leía cada una por separado, pero al leerlas en orden era como si estuviera leyendo algo entre un manual de antiayuda y el testamento de un suicida desquiciado. El orden no era correcto; faltaban cabos. Faltaba volverme un poco más loco.
     Quizá faltaba ponerme a hacer las gansadas que hacía Pelu. En las últimas semanas, varias veces lo sorprendí en su cuarto a absurdas horas de la noche, encuerado, con su ridícula vinchita dorada y sentado en el piso en una incómoda posición de yoga o algo así, por momentos balbuceando algo que no eran palabras y que tenía bastante de clave morse.
     —¿Pero qué estás haciendo, Pelu? —le pregunté una noche con total aire de censura.
     No hubo respuesta. Pelu siguió enfrascado en su idiotez meditativa como un budista à la Yoda; como si lo que estaba haciendo fuera la cosa más normal del mundo, y yo, en cambio, fuera el ingenuo desequilibrado que no comprendía nada, que estaba demasiado trastornado como para ver la realidad.
     Y las desapariciones. Pelu seguía desapareciendo de la forma más misteriosa. Anoche no aguanté más. Paso por su cuarto y veo a Pelu de reojo en su posición habitual; vuelvo sobre mis pasos literalmente dos segundos más tarde y Pelu ya no está. ¡El tipo no-es-tá! Lo busqué por todos lados: debajo de la cama, entre una pila de ropa sucia, abajo del escritorio… abrí hasta los cajones del armario. “Nunca se sabe”, pensé, “con tanto yoga, capaz que se contorsiona y se esconde en el cajón menos pensado, entre los calzoncillos y las medias”. Pelu simplemente no estaba. El infeliz de verdad había desaparecido.
     No podía ser. Me quedé en su cuarto esperando hasta que apareciera. Tenía que ver cuál era el truco. Ya me imaginaba al tarado de Pelu asomándose por la ventana o sacando la cabeza de algún escondite secreto y yo ahí esperándolo para acomodarle un buen manotazo en la bocha o sacudirle con lo primero que encontrara a mano. Pensé en lo limpio y traicionero y hermoso que es ese golpe que no se inventó para lastimar, sino para humillar: el viejo y querido coscacho. Hay algo casi poético en el chasquido que provoca la mano sobre la coronilla de la cabeza, la vuelta de la muñeca al dar el impacto, el chanfle perfecto en el momento exacto, la violencia justa del golpe, esa mueca de satisfacción incontenible en la cara... No es un golpe cualquiera, no señor. Es todo un arte. Es poesía, viejo. Saboreé el momento, imaginé cada detalle: su cara de idiota invisible saliendo del escondite, mi mano abierta acomodándole un glorioso coscacho en la cabeza, el placer fugaz de descargar todos estas semanas de absurda espera de un saque…

     Y esperé. Y esperé. Primero sentado en la cama; después acostado. Esperé…
     Esperé hasta que me ganó el sueño.