miércoles, 27 de febrero de 2013

Borde del mundo



     Mauro se acercó al filo del acantilado dominado por una extraña fascinación, como atraído por el canto de sirenas espectrales. Con cada paso que daba hacia el precipicio, sentía que su cuerpo se hacía más liviano, se afantasmaba, adoptaba la forma del aire. Lo inundaba la certeza de que se encontraba en el límite mismo del mundo.
     Finalmente llegó al borde. A centímetros de sus pies, la tierra se desplomaba en una caída vertical y abrupta. Un espeso mar de nubes ondeaba sobre el abismo. Hasta perderse en el horizonte, la niebla se contorsionaba como una bestia etérea y desafiante. El sol se apagaba en silencio tras un lejano velo.
     Mauro permaneció en el filo del precipicio. El corazón le aleteaba como un cuervo herido a la fuga. Lo fascinaba y lo aturdía la idea de caer eternamente, de desaparecer en la niebla infinita. Con los brazos extendidos, alejó la vista del abismo en dirección al cielo.
     Cerró los ojos.
     El vapor que se adentraba por sus fosas nasales lo trasladó a una tarde distante: la nieve, el frío, una mujer que había sido su madre cubriéndole la diminuta boca con una bufanda.
     Espérame, ya te alcanzo, pronunció mientras su cuerpo se balanceaba sobre el precipicio.
     Lloró. Sonrió.     
     Dio un paso adelante.

     En la caída no encontró monstruos ni criaturas imposibles. 
     Solo la niebla.
     Solo la oscuridad.

     Lo encontraron muerto unos minutos más tarde en la parte trasera de un edificio de Chicago. El médico forense señaló que posiblemente había muerto de sobredosis en la caída, antes de que su cuerpo se incrustara en el baúl de un auto, nueve pisos más abajo del balcón de su apartamento.

Foto de Rhys Davies

martes, 5 de febrero de 2013

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 10



     En mi corta vida he escuchado y visto mi buena porción de estupideces. Es que, aunque uno no quiera, se las tiene que tragar todos los días. Te atacan todo el tiempo desde todos los flancos: conversaciones con familiares y amigos, la tele (un caudal casi inagotable), internet (otro), la radio, libros, revistas, payasos en el circo, payasos en el Congreso, cualquier desconocido en cualquier parte y 
—hay que admitirlo— ocasionalmente (y demasiado seguido para algunos) las cosas que uno mismo dice y hace.
     Y, para ser sincero, “estupideces” no es precisamente la mejor palabra. No sé cómo referirme a lo que quiero decir sin recurrir a tantas malas palabras que, en este caso, son mucho más claras. Pero, en fin, voy a darle a esas cosas torpes y extrañas e idiotas e ingenuas e irracionales la exigua palabra “estupideces”.
     Las estupideces se podrían clasificar —¿por qué no?— en tres categorías. Están las estupideces peso pluma; esas que son una especie de bofetón en la cara. Son comentarios idiotas o cosas que uno ve y automáticamente piensa: “¡¿Pero cómo?!”, “¿Cómo se puede decir o hacer semejante gansada?”. Después vienen las estupideces peso mediano. Estas entran con más fuerza; son un cross de derecha que te descoloca por un rato, que te deja regulando, pensando: “¿Qué miércoles fue eso?”.
     Pero hay otras estupideces, viejo, que ya entran en otra categoría; una demasiado pesada. Y ahí es como si un Mike Tyson superbiónico y en esteroides te calzara un gancho en la mandíbula. Entonces no pensás en nada; te quedás con la mente en blanco, intentando recoger alguno de los trocitos de materia gris que quedaron desperdigados por el suelo. Con gansadas de esa magnitud se pierde todo sentido de referencia: dónde queda el norte, qué distancia hay entre la boca y la nariz, qué función inútil cumple el cerebro.
     En esa categoría entra Pelu. El tipo compite en peso pesado y es claro aspirante al campeonato mundial. Es que Pelu siempre me sorprende. A veces pienso que está tratando de romper algún récord, no sé, figurar en algún capítulo del libro Guiness de los idiotas-que-no-se-avergüenzan-de-ser-idiotas-sino-que-sienten-la-gran-e-incómoda-satifacción-de-serlo. «Ojo, Pelu», le digo, «no es fácil; tenés mucha competencia. Aunque vos venís haciendo cada vez más mérito, hay demasiados imbéciles en el mundo».
     Anoche mismo, al repetirle estas mismas palabras sentado a la mesa de la cocina, se produjo una explosión a metro y medio de distancia que me aflojó hasta las medias. Primero hubo un fogonazo eléctrico. Luego una humeante oscuridad.
     —¡¿Pero qué miércoles está pasando?! ¡¿Qué fue eso?! —grité mientras me cubría instintivamente, desconfiando del denso humo que pronto llenó la cocina.
     No era un ataque terrorista. No eran petardos, ni un patético acto de magia ni alguna broma pesada. Era simplemente Pelu. El tipo acababa de volar en pedazos el microondas. Había puesto a calentar un set de cubiertos de acero inoxidable.
     —¡¿Pelu, pero cómo se te ocurre…?! ¡Pero qué astucia, loco; qué astucia! ¡Hasta un mocoso de cinco años sabe que…!
     —¡¿Pero qué querés que haga?! —se defendía con la voz aflautada—. Los cubiertos calientes te mantienen la comida calentita.
     No supe qué decir. Ahí estaba, una vez más, Pelu en acción: el gancho que te entra en la mandíbula; el knock-out cerebral.      
     —Pelu, quedate tranquilo —fue lo único que alcancé a decir mientras me alejaba de la cocina y el humo—. El campeonato mundial lo tenés asegurado. No te lo gana nadie.