miércoles, 30 de mayo de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 3


 


     Pelu tiene el famélico don de conversar con la nada, de irse, de perderse por segundos o ratos incómodamente interminables quién sabe dónde, ni con quién. Simplemente se va: al más allá, a la China, a la casa de la tía Polola, al mismísimo centro de ningún lado… no sé, pero se va. Le pasa en cualquier momento; más de una vez le pasó en plena conversación, en mitad de alguna de sus frases poco célebres. El tipo de repente se calla y chau, se desconecta, o se conecta con otro lado, qué sé yo. Se queda inmóvil, perdido como un verdadero pescado con un anzuelo jalándole el labio inferior. En esos momentos uno queda totalmente en orsai, mirando para todos lados como si hubiera algo ahí que uno no logra ver, como si el que quedara descolgado fuera uno y no Pelu. Y Pelu ahí, conversando con el vacío con su cara de idiota marca Acme.
     Tengo que reconocer que cuando éramos chicos me daba miedo verlo así. Una vez (tendría yo unos ocho años), mamá no estaba en casa y nos agarró uno de los frecuentes apagones de electricidad. Se estaba haciendo de noche y Pelu y yo encendimos unas velas. Estábamos solos, y para pasar el rato nos pusimos a jugar al truco (bueno, era cualquier juego, pero cada cinco segundos uno cantaba “¡Truco!” y el otro respondía “¡Quiero reenvido!” o “¡Quiero vale cuatro!” si tenía un cuatro en la mano). En fin, en una de las manos Pelu gritó “¡Quiero vale…” y paró en seco, como si una deidad caprichosa lo hubiera puesto en pausa. Lo miré a través de la luz opaca de las velas: estaba totalmente ido, mirándome sin mirar, con el brazo alzado en pleno gesto de lanzar una carta sobre la mesa.
     —¡Pelu, no embromés… dale! —grité con voz de hombre como para hacerme el macho—.
     —…
     —Dale, Pelu, dejate de jorobar…
     Pero Pelu no movió un músculo… hasta que comenzó a hablar. Hablaba con alguien, pero no conmigo. No tengo idea lo que dijo… salí corriendo de la cocina, me pegué contra algún mueble en la oscuridad del comedor, abrí la puerta de un tirón y no paré de correr hasta llegar a la calle, donde me quedé hasta que regresó mamá. Creo que esa noche me hice pis en la cama.  
     Ahora, cuando Pelu se desconecta, todo lo que veo es a un pobre infeliz que seguramente ganaría el primer premio mundial a los pobres infelices con cara de opa.
     El otro día Pelu tuvo una de sus “desconexiones”. Lo sorprendí mirando hacia la pared del pasillo como si ahí no hubiera pared, ni mundo ni nada. El tipo estaba paradito ahí, como contemplando una especie de Aleph supersónico e invisible. Lo observé por varios minutos. Nada. Lo miraba mirar y tuve la incómoda sensación de que alguien también me estaba mirando a mí, fija y tercamente. Entonces Pelu comenzó a hablar y se me erizaron hasta los pelos de la nariz.
     “… así que estás leyendo sobre mí…”, dijo Pelu con voz arenosa, “…te veo, ahora mismo, te veo a través de un cristal luminoso… no todo lo que leés es cierto… no sabés nada de mí, solo tenés unos cuantos retazos mentirosos… pero yo sí te observo… estás leyendo, estás por terminar de leer… Si realmente miraras dentro del cristal, nuestros ojos se encontrarían…”
     No salí corriendo ni me hice pis en la cama esa noche. Pero me inquieta la idea de que Pelu pueda llegar a observarnos, a mí… a vos.  

miércoles, 16 de mayo de 2012

Punto



     Recién pensé en un punto. Un punto cualquiera, perfectamente redondo, perfectamente negro, impenetrable, mudo, minúsculo, sin principio ni final… de alguna manera infinito. Pensé que un punto es todos los puntos (o imaginé que Borges conjeturaría algo parecido). Pensé: ¿por qué estoy pensando en un punto? Me dije: Debo estar loco o asquerosamente aburrido. Concluí: Debe ser lo primero. Sonreí; me puse serio. Seguí pensando en el punto y ahora escribo sobre un punto cualquiera e intento concebir ese preciso y ambiguo círculo, su verdadero significado, las oscuras implicaciones de escribir un punto, los mundos que llegan a su fin dentro de esa insignificante esfera. Sospecho que pronto habrá un Punto Final. Tal vez sea eso… tal vez por esa razón pienso en un punto. No debo estar tan loco.

martes, 1 de mayo de 2012

Desde ningún lugar, en todas partes


     
     El sueño iba así:
     Un gordo con cara de paloma obesa me perseguía en la oscuridad de las calles de una ciudad cualquiera. Las calles eran Chicago, Ámsterdam o la gélida escenografía de una película de Hitchcock. La noche era la noche, pero enrarecida, en blanco y negro, de alguna manera infinita. El gordo no paraba de seguirme; aparecía en cada esquina o se asomaba por alguna ventana entreabierta y simplemente me miraba directo a los ojos con la intensidad de un homicida o un poeta desquiciado. La cara misma de inocente lo hacía culpable de algo atroz; algo en sus ojos reflejaba un deseo oscuro. A veces distinguía su silueta regordeta recortada en medio de la calle, a la distancia. Entonces tomaba otra camino y comenzaba a correr con todas mis fuerzas, solo para volver a encontrar ese rostro y esa sonrisa —porque creo que su mueca era una sonrisa; estoy casi seguro de que el gordo sonreía— frente a mí en otra calle o detrás del cristal ambiguo de una ventana.
     Por horas o años fatigué calles sin nombre, corriendo como un idiota despavorido, mirando para todos lados para encontrar con terror, una y otra vez, el mismo hombre regordete, su ridícula sonrisa y su ridículo sombrerito. Una de las esquinas finalmente desembocó en un callejón sin salida. Giré sobre mis talones para regresar, pero el hombre ya estaba allí, proyectando su sombra deforme sobre mí. Corrí por el callejón; corrí, corrí, corrí. Corrí como un pobre infeliz, como una burlesca caricatura de mí mismo. Entonces, por primera vez, el gordo empezó a correr detrás de mí. Sobre mi hombro cobarde vi los pasos de sus zapatos diminutos sobre el asfalto, su cuerpo de morsa trajeada tambaleándose en una ridícula pero veloz persecución. Su aliento y el eco de su risa estaban cada vez más cerca. A poca distancia de mí, la pared que cercaba el callejón se agigantaba y sellaba mi destino.
     Desperté antes de llegar a ella, creo.
     Creo que desperté porque ya no es de noche y ya el gordo no me persigue. Creo que lo que vivo ahora es la realidad, donde no soy presa de nadie y donde las calles no son infinitas. Aunque a veces —solo a veces— un escalofrío me recorre la espalda al sentir el peso infinito de dos ojos regordetes que me observan fijamente, desde ningún lugar, en todas partes. 

Foto: Eric Venner, AP Photo, Houston Chronicle, Cody Duty