¿Cómo
empiezo a contar la historia de Pelu? ¿Cómo hago para lanzarme como un kamikaze
desquiciado en el terreno de la idiotez y comenzar a entender —apenas— algo de
lo que ocurre en la vida de Pelu? Sí, es verdad que uno está bien acostumbrado
a la idiotez: demasiados programas de TV y las redes sociales exhiben su buena
dosis; un parloteo estéril y absurdo que ostenta una estupidez completamente superficial.
Pero lo de Pelu es otra cosa: es una estupidez totalmente profunda. Uno se mete
a averiguar de qué se trata y, cuando se quiere dar cuenta, está embarrado
hasta el cuello de cosas que no comprende, dándose cabezazos contra la pared
como un loco demasiado triste o demasiado alegre.
Tal
vez puedo empezar con lo básico: en los documentos legales su nombre aparece
como Rasputín Agapito Angulo (un nombre de tarado). Fuera del delgado mundo de
los trámites, digamos, en el mundo real, mi hermano —aclaremos: mi medio
hermano— es simplemente Pelu. Pelu: así nomás. Se lo puse yo cuando apenas
estaba aprendiendo a hablar y, según me cuentan, no paraba de repetir el primer
insulto que había aprendido, pero me quedaba corto; la palabra era demasiado
larga. De ahí le quedó “Pelu”. Esa es una de las pocas malas palabras que dije
(o intenté decir) en mi vida. Yo no digo malas palabras —nunca, jamás; es una
de las marcas indelebles que mi vieja dejó en Pelu y en mí—, pero cada vez que
lo nombro no puedo evitar completar mentalmente las sílabas que faltan.
Es que no existe mejor adjetivo para describir a Pelu.
Así
que le quedó “Pelu” nomás, que, seamos sinceros, es mucho mejor que Rasputín Agapito
y mucho más digno que los sobrenombres que sin piedad le aplicaron en la escuela, los cuales no voy a escribir. Menos mal que, con el tiempo, “Pelu” logró
imponerse, porque con los nombres y el apellido del pobre infeliz había
material de sobra para las 300 combinaciones de apodos denigrantes que los
compañeros idearon en clase de matemáticas (ninguno de ellos se debe acordar ni
media ecuación, pero los nombres que le pusieron a Pelu no se olvidan así
nomás). Yo no sé qué estaba pensando el padre cuando le puso ese nombre; se
habría fumado un kilo de rabanitos, no sé. Bueno, en realidad la respuesta es
simple: el padre es otro imbécil.
Como
decía, yo le di el nombre que tiene y ahora me toca a mí contar su historia,
sus patéticas aventuras. Yo no soy escritor ni nada parecido (ojo, leo
bastante), pero realmente siento la necesidad de describir, como pueda, la vida
de Pelu. Lo necesito; necesito de alguna manera ponerla en palabras y tratar de
entender, porque, la verdad, no entiendo nada.
Pero
bueno, ya empecé. Y es suficiente por ahora. Hay mucho que contar, mucho, pero tengo que ir de a poco,
tragando las idioteces de Pelu, digiriéndolas de a poco y largándolas mal, como
una inmensa diarrea que te mancha el pantalón en pleno centro de la ciudad, a
la vista de todo el mundo (tu jefe y la chica que te gusta en primera fila), y
que no para de chorrear. Así son las cosas con Pelu.
Me parece muy interesante y gracioso, esperaremos para la segunda parte, es bueno reirse con materiales bien escritos y sanos. Gracias.
ResponderEliminarGracias, Giovanna. Me alegro que te haya hecho reir... esa era la idea. Saludos.
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