Foto de X.S. |
En cuanto
el Cadillac blanco volvió a cortarle el paso con una maniobra peligrosamente displicente,
Ramón no pudo contener el insulto que hacía rato venía masticando. Aquella
evocación poco respetuosa de la madre y parentela del infeliz que manejaba el Cadillac lo dejó con un gusto extraño en el paladar; le brindó la efímera
sensación de algo parecido a la felicidad. Sintió como si las palabras
literalmente despidieran una substancia agridulce que pacificaba los ánimos
para luego volver a sacudirlos con una indignación desmedida. Para cuando
terminaba de acordarse de la hermana de aquel tipo sin nombre, lo atacó
fugazmente la idea de que cómo podía detestar tanto a alguien que no
conocía.
El
Cadillac volvió a cambiar de carril entre dos automóviles y los bocinazos graznaron
como cuervos afónicos. ¡Pero qué tipo,
viejo!, masculló Ramón, irritándose cada vez más, amasando en su interior la
mezcla chiclosa de la bronca, sintiéndola fermentar, burbujear ya entre las
venas. Hacía rato que el del Cadillac venía cruzándose mal a demasiada
velocidad en una autopista abarrotada de demasiados infelices demasiado
cansados, como Ramón, que había tenido que pegar unos cuantos frenazos para
darle paso.
Amarrado
al volante como loco malo, Ramón intentó desviar los pensamientos, sabotear la
ira con algún recuerdo apacible. Lo primero que le vino a la cabeza fue la
imagen de un sueño que hacía tiempo lo visitaba de noche: él se encontraba solo
en un desierto de cemento, llorando en silencio y de rodillas sobre el pavimento
caliente. Entonces aparecía una niña pequeña de cabello dorado y le sonreía;
simplemente se paraba frente a él y le sonreía. Luego sacaba una margarita
anaranjada que tenía en el pelo y la posaba sobre las manos de Ramón. Entonces
la niña se marchaba y el sueño se iba con ella. Esa imagen siempre le daba paz
y, por unos segundos, logró redimirlo.
Pero
enseguida volvió a centrar la mirada en el Cadillac de vidrios polarizados, que
tras varias maniobras aceleradas había quedado en el carril de al lado, a escasos
metros delante de él. El Cadillac zigzagueaba entre un carril y otro,
intentando determinar qué fila avanzaría más rápido. Cuando volvió a cruzarse
frente a Ramón, este no pudo más: algún cable en alguna parte de su cerebro
cedió, se le electrizaron los pelos del cuello, se le hinchó la vena que le
atravesaba la frente; se aferró al volante con el patético gesto de una caricatura
maldita. ¡Matate, imbécil!, fue lo
último que alcanzó a gritar al acercarse al Cadillac a toda velocidad, como un
corredor de Fórmula 1 poseído.
Lo demás
sucedió en unos segundos rabiosamente veloces, interminables.
El
Cadillac derrapó con violencia y se estrelló contra el muro que se extendía a
pocos metros del carril izquierdo. Ramón vio en el espejo retrovisor cada una
de las vueltas macabras del auto, los giros del cuerpo metálico que perdía su
forma con cada golpe. El estruendo del hierro contra el cemento —que tantas
veces había disfrutado en películas de acción— ahora le pareció insoportable.
Su cuerpo se estremeció con los retorcijones del metal; la explosión de vidrio
y plástico le erizó la piel, la oleada de humo y caucho le secó la garganta.
Con una
maniobra apresurada y peligrosa, sin pensarlo siquiera, Ramón detuvo el
vehículo en la banquina, salió y corrió a toda velocidad hacia el Cadillac, que
yacía de costado sobre el asfalto. No
puede ser… no puede ser, repetía sin escucharse a sí mismo, mientras su voz
se perdía en un torbellino de automóviles. No fue sino hasta que estuvo a
escasos metros del Cadillac que alcanzó a ver por entre el parabrisas trizado y
las bolsas de aire, en el asiento trasero, una pequeña melena rubia, de la cual
colgaba, apenas, una intacta margarita anaranjada.
¡Ay, no! Se me puso la piel de gallina.
ResponderEliminarGracias, Gabriel, por pasar y leer. ¡Un abrazo!
Eliminar