La
última bala destrozó una vasija a un palmo de su cabeza. Antes de que
los trozos partidos de arcilla tocaran el suelo, Nahuel ya había brincado de su
escondite y se desplazaba como un puma enfurecido hacia las filas del hombre
blanco. Bajo la luz turbia del ocaso, los gritos de mi gente se apagaban en
medio de estruendos malditos, como si un manto de fuego y pólvora los cubriera
lentamente.
Nahuel
apoyó la espalda contra el muro de piedra que lo ocultaba de los verdugos de la
tribu. Permaneció inmóvil por un instante, escuchando su propia respiración, empuñando
firmemente el cuchillo de su padre.
Los
cobardes fuegos del hombre blanco estallaban en el aire, tiñendo de sangre la
tierra de nuestros ancestros. Al cabalgar el viento vi los cuerpos inertes de
mis hermanos, y a Nahuel, aún junto a la muralla. Besó la roca y pronunció
contra su áspera superficie una última plegaria. Entonces lo vi trepar y saltar el muro, correr entre el humo y el fuego… lo vi hundir el cuchillo en la carne
de los verdugos.
«Corre,
Puma… mata», pronuncié al volar junto a su lado, mientras él adoptaba la
postura de una fiera en el aire. Lo oí rugir entre los fogonazos y herir
a su paso. Contemplé el resplandor carmesí de su cuchillo bajo la agónica luz
del sol... lo vi caer con el cuchillo en alto. Antes de partir, llegué a divisar su cabello impregnado de lodo y
sangre, su cuerpo destrozado a unos pasos del mío sobre la tierra de nuestros
padres; pero ya el humo me alejaba de él y de mi propio cuerpo vacío mirando hacia el
gran cielo… me alejaba de todo.
Soy
Wirinmañke, poeta de los mapuches, hijo del cóndor, muerto en la batalla; mis
palabras ya son viento y es hora de partir, de elevarme y partir…
esta muy bien escrito y me gusto verlo desde una perspectiva distinta.
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