La chica de la panadería es una atorranta.
Es una...
Resulta que, a la semana de haber intentado comprar dos kilos de Sara,
me decido a volver a mostrar el hocico en la panadería. Una semana entera
repasando lo que iba a decir; practicando frente al espejo cada una de las
palabras y los gestos para no fallar, para ganar una, alguna vez. Me
pongo una remera de Radiohead, me (des)peino cuidadosamente , me calzo las
Topper blancas y el jean que me planchó la vieja y enfilo para la panadería con
el mayor aire de ganador que tuve en mi vida. Iba teledirigido como un kamikaze
Stone y optimista con la única misión de que alguna vez me saliera una bien.
«Voy sin Pelu», pensé, «Tengo la mitad de la batalla ganada, loco».
Las cosas se dieron de película, como si un Spielberg oculto estuviera
moviendo las piezas —haciendo que a la gorda que estaba delante mío en la cola
la atendiera otra empleada o que el pibe que quedaba saliera desesperado a
contestar el celular— para que la escena fuera la que tenía que ser: Sara y yo,
yo y Sara.
—Buenas tardes, ¿qué vas a llevar? —me preguntó.
—Dos kilos de Sara —respondí con la sonrisa que había practicado 203
veces frente al espejo.
La hice reír. Nos reímos juntos. «¡Por fin me sale una, viejo!», pensé
mientras por primera vez, realmente, la miraba a los ojos. Me quería quedar
ahí, atrapado; no decir nada más. Pero seguí hablando, casi en piloto
automático, llevando la conversación por los pasajes que ya había memorizado,
sintiendo que ganaba terreno, que me acercaba a algo, que agarraba velocidad,
una velocidad que no sé cómo se medirá —en latidos por segundo, en grados
centígrados por metro cuadrado, qué sé yo—, acelerándose todo a mi alrededor y
dentro de mí, como si la panadería diera vueltas, como si al mundo se lo
estuviera llevando un huracán y Sara y yo estuviéramos ahí, en el centro mismo
de todo, en el ojo de ese tornado que acelera y acelera y acelera. Y yo
galopando en la risa y en los ojos de Sara a toda velocidad; flotando a mil
kilómetros por segundo en algo parecido a la felicidad.
Hasta que me parto la frente contra una pared.
Hasta que Sara me para en seco.
—Te hago una pregunta —me dice—. ¿Quién es el chico que vino con vos
el otro día?
—…
—El que te esperaba afuera, con las bicis…
—…
—Perdoná que te pregunte… vas a pensar que soy…
—Es mi hermano… mi medio hermano —respondí sintiendo que se me caía un
piano encima; pero no encima de la cabeza, sino del dedo meñique del pie; ahí
donde más duele, donde uno es más vulnerable. Cuatrocientos kilos de piano
cayéndome perfectamente sobre la uña del dedo meñique.
Una vez más, salí de la panadería echo un ente. No sé cómo, pero le
terminé dando a Sara el número de celular de Pelu y a Pelu a Sara prácticamente
en bandeja. Lo único que me quedó a mí en las manos fue una ridícula bolsita de
miñoncitos. Apenas salí de la panadería los revoleé contra el asfalto como si
fueran boleadoras, corrí tras la bolsita y empecé a aplastar los miñoncitos al
mejor estilo Don Ramón, dando saltos exagerados y pateando los panes de un lado
para otro como un simio fuera de control.
Lo peor de todo es que no es la primera vez que me pasa. Digo: no lo de
estar aplastando panes en medio de la calle, sino el hecho de que Pelu termine
quedándose con la minita. Pelu es un idiota, sí. Pero no es el típico idiota
con cara de idiota. El tipo —y odio escribir esto, pero tengo que ser sincero—
tiene facha; el desgraciado tiene mucho, mucho levante con las mujeres. Bueno, un levante pasajero, porque enseguida se dan cuenta (las que tienen algo de seso)
que Pelu es un tarado con todas las letras; en cuanto desaparece el
deslumbramiento físico que Pelu suele proyectar sobre las mujeres (acompañado
de frases como «Tu hermano está más bueno que un asado» o «Es justo lo que me
recetó el médico»), se dan cuenta de que el tipo es el pentacampeón universal
de los descerebrados. Pero para entonces Pelu ya les hizo lo que quería y ya no
importa nada.
Así que la triste realidad es esa: Pelu es lindo y yo soy feo.
Curioso: en este preciso instante, termino de escribir la palabra feo y escucho que, con una
sincronización macabra, la vecina de al lado sube el volumen de la tediosa
música que suele escuchar. Ignoro quién será el autor de semejante porquería,
pero el estribillo me llega como un piedrazo en la cabeza (o en el dedo meñique
del pie):
Que se mueran los feos, que se mueran los feos
Que se mueran toditos, toditos, toditos
toditos los feos, que se mueran
Eso es lo que quisiera hacer ahora mismo: morirme, levantarme y agarrarlos
a Pelu y a la chica de la panadería a patadas, tirarles bolsas de pan por la
cabeza, volver a agarrarlos a patadas, destruir a palazos el equipo de música
de la vecina (y al payaso que canta esa canción) y volverme a morir.