Hace
poco volví a leer Elogio de la sombra,
uno de los libros de versos de Jorge Luis Borges. Se trata de la primera
edición de 1969 que llegó a mí por cosas del azar o por designio de
alguno de los dioses de alguna mitología de alguno de los libros de Borges. Lo cierto es
que, desde entonces, el fantasma de Borges nunca se ha marchado del todo; está
siempre ahí, gravitando sobre mi cabeza y susurrando cosas que a veces creo
comprender.
La
relectura de Elogio de la sombra hizo
que me encontrara con un Borges que hace tiempo no visitaba, Borges el poeta. Un
Borges empeñado en abarcar lo inabarcable, embrujando los versos con espejos y
laberintos; contaminando las palabras de memoria, tiempo y olvido. Pero también un Borges más de carne y huesos, más íntimo.
Comparto
con ustedes uno de los poemas, que bien podría haber sido cualquier
otro. O tal vez no; tal vez debe ser este. Por lo menos, algo así me lo
susurra.
El bastón, las monedas, el
llavero,
La dócil cerradura, las
tardías
Notas que no leerán los
pocos días
Que me quedan, los naipes y
el tablero,
Un libro y en sus páginas
la ajada
Violeta, monumento de una
tarde
Sin duda inolvidable y ya
olvidada,
El rojo espejo occidental
en que arde
Una ilusoria aurora.
¡Cuántas cosas,
Limas, umbrales, atlas,
copas, clavos,
Nos sirven como tácitos
esclavos,
Ciegas y extrañamente
sigilosas!
Durarán más allá de nuestro
olvido;
No sabrán nunca que nos
hemos ido.
Jorge
Luis Borges
Elogio
de la sombra
Buenos
Aires: Emecé, 1969
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