Más allá del velo que ocultaba su rostro, reverberaba algo
incomprensible, un aura que resplandecía en su propia oscuridad, que se
adueñaba de todo lo que tocaba. Lo supe en cuanto la vi. En un instante todo
dejó de ser lo que había sido; el mundo que me rodeaba quedó abolido en un
abrir y cerrar de ojos.
Es que fueron ellos —sus ojos— los demonios que hicieron que la
escenografía de la realidad se desplomara en silencio, en una furiosa cámara
lenta. A partir de entonces todo se ha ido perdiendo entre los pliegues de la
memoria: Quetta, la procesión de burkas negras, los gritos, la sangre. Todo se hunde
en la densa marea del olvido. Todo menos sus ojos.
Ahí están.
Aún los veo.
Se aferran del recuerdo como ángeles negros al borde del abismo.
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