Si las nubes hubieran cedido ante el viento, creo que habríamos podido
ver qué era esa herida abierta en el cielo, qué nos observaba desde el otro
lado. Pero esa falsa neblina estaba como petrificada, congelada en su propio
movimiento, diría Cortázar. De pronto el cielo era un inmenso mar de algodón
con un profundo manchón de sangre en el centro.
Patrick se inclinaba sobre su Canon AE-1 con la paciencia acechante de
los cazadores. Yo observaba todo desde cierta distancia, sobre la cima de un
peñasco levemente más bajo. A través del lente de mi Pentax 67 veía su figura
recortada sobre aquella masa coagulada en el cielo, fascinada por la explosión
sangrante que en un instante se había apoderado del ocaso.
Me pregunté si Patrick estaría pensando lo mismo que yo. Entonces, mientras
lo observaba observar tuve la sensación de que alguien también me observaba a mí.
No podía ignorar el peso de una mirada fija y pausada sobre mi cuerpo. Por un
instante, sentí que aquello que apuntábamos con nuestras cámaras, ese lento estallido carmesí que rasgaba las nubes, nos miraba.
Alcancé a tomar una sola foto y alejé mi rostro de la cámara
sintiéndome ridícula por pretender capturar algo que —lo supe— era totalmente
inasible. Difícil describir las sensaciones que recorrieron mi ser. Me sentí
pequeña. Me sentí desnuda. Sentí que era testigo de un secreto íntimo y fugaz,
un secreto que hablaba de mí misma.
Cerré los ojos.
Comencé a ver.
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