La caminata es la de todas las tardes, siempre y cuando el clima
porteño lo permite, claro. Doy una vuelta extensa, siempre la misma, siempre a
la misma hora. Las calles del barrio están grabadas en mí como un silencioso y
oscuro mapa; conozco la posición de cada una de las baldosas de todas las
veredas que recorro, los baches eternos que las surcan, el perfume de las
flores de alguna maceta o el crocante aroma a masas finas de la panadería de
don Cristián, así como el recurrente ciclo de ciertos semáforos, esos mecánicos
divisores de tiempo y espacio. Por Monteagudo, a tres cuadras de donde vivo,
todos los martes me detengo a escuchar los cánticos de una iglesia evangélica e
imagino los colores de los sonidos. Cuando cruzo Edison (el semáforo es corto,
apenas alcanzo a cruzar la calle), siento el zumbido de los autos que pasan a
escasos metros de mí y hacen temblar el asfalto bajo mis pies. Los reconozco
fácilmente: sé distinguir el modelo y año de los vehículos por el ronquido del
motor y el escape.
Pero hoy no es martes, sino viernes. Hoy los sonidos tienen un aire
más denso, están como embriagados, pero sedientos de algo. Así, al menos, los
percibo yo mientras recorro lentamente las veredas en mi caminata vespertina.
Camino despacio, esquivando obstáculos conocidos, palpando las superficies
cambiantes del suelo con mi delgado bastón blanco.
Por la forma en que el sol me acaricia débilmente la cara, calculo que
son las ocho menos veinte de la noche. Me equivoco: son las ocho menos cuarto
(así escucho que anuncia la voz crujiente del hombre del puesto de revistas,
justo ahora que doblo en Saavedra).
Camino muy lentamente, reconociendo con mi bastón cada una de las
irregularidades del terreno, adentrándome en una calle que hoy parece alejarse
del resto de la urbe. Sigo caminando, mientras el rumor de la ciudad se apaga a
mis espaldas con cada uno de mis pasos, como si el mundo fuera una melancólica
canción que muere lentamente.
Entonces, envuelto en el silencio imperfecto del atardecer, siento por
un instante que el mundo es un lugar ajeno.
Primero percibo una tenue brisa a la altura de los tobillos: una
corriente arremolinada, que me envuelve las piernas con algo similar al frío,
pero no exactamente… no logro precisar qué sensación es esa, qué palabra
describe la textura del viento que me trepa las piernas. Es como… como si la
brisa estuviera hecha de tristeza, de miedo… como si el temor saturara el aire.
Entonces escucho gritos a la distancia… muchos gritos. Y un coro
deforme de bocinas de automóviles, como voces ortopédicas, desesperadas.
Instintivamente busco un lugar donde refugiarme, un árbol o una pared
que me sostenga. Mi bastón pronto encuentra una pared de ladrillos a mi
izquierda, pero no hay umbral. Únicamente un solitario muro, en donde apoyo mi
cuerpo para refugiarme del extraño viento que se adentra en cada poro de mi
rostro.
De repente el viento cede y percibo una especie de reacción inversa,
como si algo en el aire quisiera succionarlo todo.
Y otra vez el silencio.
Un silencio que se profundiza fuera y dentro de mí.
Y entonces, como un tropel de espectros desaforados, una intensa luz
inunda el aire. No necesito verla para saber que nadie puede verla, que
sobrepuja la capacidad de la vista humana. Me atraviesa el cuerpo como un
torrente. Es un resplandor intensamente frío que se filtra por cada resquicio
de mi cuerpo. Lo imagino como inmensas olas luminosas que estallan contra los
edificios y que ahogan rápidamente la vida.
Y, una vez más, la textura de los elementos adquiere la forma del
miedo. «Lo peor es imaginar», repito torpemente, mientras vuelvo sobre mis
pasos, tropezando, golpeteando desesperadamente con mi bastón la inmensa
oscuridad que me circunda, huyendo de la luz envuelto en mi pequeño mundo en
tinieblas.
Genial! Gran, gran relato. Felicitaciones
ResponderEliminarPD: la calle Saavedra (y Libertad, un poco más lejos) me remonta a un pasado sepultado. Cada tanto vuelvo.
Saludos!
Cha' gracia' Villa. ¿Estás hablando de Saavedra y Libertad en Martinez o en alguna otra localidad? Si es Martinez estás demasiado cerca —peligrosamente cerca, diría— de Pelu. Si no, igual andaría con cuidado. Por las dudas, vio.
EliminarMartínez. Seguramente me habré cruzado con Pelu más de una vez. Qué inconsciente que es uno!
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