La escena primero me transmitió una soledad pausada y líquida. Mis
ojos se tiñeron de amarillo al contemplar aquella procesión de máquinas sin alma,
de cosas vacías estancadas entre el paso interminable del agua. Demasiados viajes sin destino, pensé, improvisando una marcha fantasmal y
apocalíptica hacia las profundidades del océano.
De pronto, para mi eterna sorpresa, vi que la ventanilla trasera de
uno de los autos que conformaban aquel acuoso laberinto comenzó a bajarse.
Pronto vi un rostro que, como flotando en el interior del vehículo, parecía
mirar hacia donde me encontraba. Era un hombre de cabello gris y edad
indefinida. Lo miré absorto, tratando de imaginar qué hacía metido en aquel
taxi en medio de aquella peregrinación suicida. Quizá no se puede mover, pensé, mientras aguzaba la mirada sin
alcanzar a ver si el hombre lloraba o sonreía.
Saqué apresuradamente mi cámara de fotos del bolso y enfoqué el lente
hasta poder ver, a duras penas, el rostro de aquel viajero ermitaño. El tipo
sonreía. Sonreía como un chico en un parque temático, como un demente demasiado
feliz o demasiado triste.
—¡Compadre! —vociferé a toda voz—. ¡Salga de ahí mientras pueda!
¡Corre peligro, amigo; salga!
A través del lente de la cámara vi cómo, sin parar de sonreír, el
hombre extendió el brazo fuera de la ventanilla y comenzó a agitar la mano. No
era un pedido de auxilio. El tipo me saludaba. Me saludaba con una sonrisa.
En ese preciso instante accioné el disparador de la cámara y llegué a
tomar la única foto que conservo de la escena.
De repente, una ola lo cubrió todo como con un pesado manto.
A través del visor de la cámara vi el instante exacto en que el agua
turbia borró para siempre la difusa figura del hombre, su sonrisa eterna, la
mano que aún se agitaba en el aire.
—¡No! —grité susurrando, mientras sacaba la vista del visor y
contemplaba con pavor la masa inmensa de mar que se desplomaba sobre los restos
de ese naufragio que alguna vez había sido la ciudad.
No quedó nada. Solo la confusa marea de la que emergían, acá y allá,
caparazones amarillos y trozos de cosas imprecisas.
Esa noche en el refugio, el recuerdo de aquel hombre naufragó en mis
pensamientos. La imagen de su sonrisa frente a la muerte inminente; su mano en
alto rindiéndome su despedida de este mundo, un adiós final y definitivo.
Saqué la cámara del bolso. Me dispuse a ver su escurridizo rostro una
vez más, a presenciar los estáticos últimos segundos de su vida en la pequeña
pantalla de mi cámara; volver a ser testigo de su muerte.
Nunca lo encontré.
En la pantalla solo hallé el ejército inmóvil de taxis abandonados a
la espera de la embestida del huracán. Nadie sonreía; nadie eternizaba una
despedida. La escena estaba llena de un vacío insoportable, de demasiada
soledad.
Alguna vez alguien dijo que la memoria es como un obrero que trabaja
para establecer cimientos duraderos entre las olas. Ya no recuerdo de qué
ventanilla emergió su figura. Siento que las facciones de su rostro se van
perdiendo en los oscuros recovecos de la memoria. El oleaje del tiempo continúa
desvaneciendo su imagen. Solo alcanzo a recordar, apenas, un brazo que se
agita, una mano que dibuja en el aire su último adiós.
Foto: Michael Bocchieri
El misterio, lo maneja muy bien usted.
ResponderEliminarLos giros, los tiene muy aceitados.
Siempre los espero, y siempre me sorprende.
Saludos!
Gracias, Villa. Un honor tenerte por acá. Esperamos seguir sorprendiendo; tal vez con alguna de las locuras de Pelu.
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