Este año fue una prolongada meada afuera del tarro. Me salió todo al
revés, viejo. ¡Y yo que pensaba que se venía el fin del mundo y por fin se
acababa todo, de una vez por todas! Soñaba con el benévolo Grand Finale que hiciera
borrón y cuenta nueva, que se llevara para siempre a mi exmujer, a mi jefe, a los
días insoportablemente largos de eso denigrante que llamo trabajo, a los
préstamos, a las deudas, a la mala salud, a mi Racing querido y odiado que no
hace otra cosa que perder…
Pero no. No pasó nada. El Punto Final que tanto había esperado no fue
otra cosa que una cínica coma; una simple y cotidiana y decepcionante coma que vino
y se fue como diciendo: “Vos también caíste, pedazo de tarado”.
Ahora me cacho en todo: en el fin del mundo, en la realidad y en mí.
No tendría que haber hecho lo que hice: renunciar a mi empleo el día anterior
al supuesto Apocalipsis, revoleando informes e insultando a mi jefe con un
deleite desmedido, riéndome a carcajadas, envolviendo las palabras de abundante
saliva. Aunque tengo que reconocer que, por un brevísimo instante, creí haber
sentido algo que tal vez era la felicidad. Esa noche, contradiciendo
perfectamente todas las indicaciones del médico, comí y bebí lo que se me dio
la gana, y tiré las pastillas para la presión y todas las demás por el balcón.
Me quedé dormido mirando una película de Clint Eastwood, esperando el fin del
mundo con una ingenua sonrisa de idiota optimista.
Me dolió tener que aparecer en el trabajo a la semana siguiente para
pedir perdón de rodillas y suplicarle a mi jefe que me devolviera el trabajo
por una fracción de mi sueldo anterior. De nada me sirvió moquear como un chico
y argumentar que, por lo menos, no hubo fin; por lo menos, todos estamos vivos.
El año que viene pinta mucho peor que este que se termina. Pero qué va
a ser, viejo… habrá que apechugar… no es el fin del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario