Algo había ahí. No sé bien qué; pero algo había. Cada vez que me acercaba
a ese lugar tenía que cruzar la calle. Por alguna razón que no sé explicar, aun
en pleno día, me deslizaba disimuladamente hacia la vereda de enfrente y
apresuraba el paso como si caminara descalzo sobre un témpano de hielo. Atravesaba
esos metros interminables con la mirada fija en el edificio de la esquina.
Más de una vez imaginé esa pequeña edificación como un monolito
primitivo al borde de un acantilado. Podía jurar que ahí terminaba o comenzaba
algo. No sé… Pero de una cosa sí estoy seguro: el edificio me observaba. Y la
sangre dentro de mí se paralizaba al observar que el edificio me observaba. Es
que sentía eso: que de aquellas precarias ventanas algo me devolvía la mirada.
No una mirada humana, de alguien que pudiera asomarse a la ventana —de hecho,
no recuerdo haber visto persona alguna en aquel edificio—, sino de otro tipo.
Era, si puedo explicarlo, el peso de una mirada múltiple; una mirada íntima y
única, pero plural.
Por años agoté esa calle camino a la escuela, atraído por el impulso
febril de comunicarme en silencio con aquel edificio y ser presa de algo
parecido a la demencia. Llegué a memorizar la forma y orientación de cada una de
sus 24 ventanas, la textura de sus ladrillos, la frágil solidez de las columnas
romanas que antecedían una puerta que siempre vi cerrada, las sombras que se
desprendían de sus paredes como presagiando la noche. Más de una vez soñé con
el edificio. Pero, aun en los sueños, lo observaba a la distancia, desde la
vereda de enfrente.
Hasta el día que crucé la calle.
Ese día no importaba nada. El novio de mamá me había golpeado otra
vez. Demasiado.
Llegué hasta aquella calle como flotando en una ola de insultos y
golpes a mano abierta. Aún me sangraba la boca y me costaba ver con el ojo
izquierdo. Me detuve a la altura de la puerta del edificio. Durante segundos o
minutos permanecí de pie con la mirada fija en la pequeña puerta de madera, con
una mano aferrada a la mochila y la otra formando un puño; un inútil y débil
puño.
Algo puso mis pies en movimiento: me deslicé por la calle, subí a la
vereda y, por primera y última vez, subí los breves escalones que conducen a la
puerta del edificio. Me movía inmerso en el silencio que antecede a un grito.
Ya estaba frente a la puerta. Posé la mano sobre el picaporte. Estaba
helado. Cuando accioné la manija la puerta no ofreció resistencia. La abrí.
Cerré los ojos. Entré.
Juré que jamás diría lo que vi adentro. A excepción de una cosa:
apenas cerré la puerta a mis espaldas, busqué instintivamente una de las
ventanas y miré hacia fuera. Entonces me vi a mí mismo, temblando oscuramente
en la vereda de enfrente, con la mochila al hombro y la mano izquierda
eternizando un puño. Tenía la mirada fija en la puerta del edificio. Luego mis
ojos se dirigieron hacia una de las ventanas. Allí nuestra mirada fue una.
Ese día uno de nosotros permaneció dentro de aquel edificio. El otro
se alejó lentamente sin mirar hacia atrás.
No sé cuál de los dos escribe estas palabras.
¡Magnífico!
ResponderEliminarGracias, Gabriel. Un abrazo!
ResponderEliminarQue talento Tago!!!!, una vez mas gracias.
ResponderEliminarMuy bueno, realmente. Muy bueno. Muy borgiano, ya te había dicho. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarSaludos!
Giovanna, Villa: Muchas gracias por pasar y leer. Y sí, la última frase, especialmente, es un total guiñe de ojo a Borges.
ResponderEliminarDe hecho, cuando leí la última oración me pareció haberla leído antes, y estaba seguro que en un cuento de Borges, pero aunque la he buscado no la logro encontrar.
ResponderEliminarBueno, en fin, ahí tenés otro cuento, je, je.
La frase —casi textual— es de "Borges y yo", un microcuento que, en muy pocas palabras, captura la genialidad de Borges.
EliminarGenial, Tago, el texto, y el apoyo de la foto no es nada desdeñable. Porque me recuerda brumas, y me recuerda una magnífica e infravalorada película con Jim Carrey: Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snickett. Que parece de niños pero no lo es tanto.
ResponderEliminarGracias, Francesc. En realidad, el relato surgió de la foto. Así nacieron varios de los desvaríos de este blog: encuentro una imagen que me atrae y escribo lo primero (o segundo o tercero) que me venga a la mente.
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