Hace unos años Pelu quiso volverse negro. Sí, ya sé: «¿cómo volverse
negro?». Permítanme explicar: Cuando Pelu y yo estábamos en la secundaria (si
me acuerdo bien, fue en tercer año. Sí, definitivamente fue en tercer año, poco
antes de que Pelu se agarrara una infección testicular que hizo que le
crecieran tanto las polainas que tenía que apoyarlas en una especie de bandeja acolchada
que llevaba de acá para allá. Pero esa es otra historia). Hace unos años —les decía— Pelu
estaba enloquecido con entrar al equipo de básquet de la escuela. Hay que
reconocer que el tipo no era nada malo y además era alto, así que entró. Todo
iba normal (aunque en el universo de Pelu esa palabra suena sospechosamente
ingenua); bueno,
digamos que todo iba normal, hasta que Pelu se puso a pensar.
—Che, ¿vos sabés cómo se hace para volverse negro? —me pregunta una
tarde al volver de un entrenamiento. Yo estaba empezando unos mates en la
cocina y no pude evitar tragar un poco de yerba.
—¿Qué? ¿volverse cómo...?
—Negro. ¿Cómo hacés para volverte negro?
—¿Pero de qué me estás hablando, Pelu?
—Es que estuve pensando…
—Ah… ahí está el problema, ahí
está el problema —lo interrumpí señalando al aire—. Vos no tenés que pensar… es
peligroso. Es peligroso para vos y para todos lo que te rodeamos.
—Te explico…
—¿Viste la imagen esa de que se prende un foco sobre la cabeza de
alguien cuando tiene una idea brillante? —lo volví a interrumpir mientras le pasaba el mate—. Bueno, a vos no
se te prende un foco, Pelu. No, señor. Cuando te viene una idea es como si a
vos, ahí sobre la cabeza, te flotara una pedazo de… de bosta de buey; un cacho
de excremento fresquito y pegajoso. Y siempre te las ingeniás para que uno
termine pisándolo en el peor momento o para que la plasta de un kilo y medio le
caiga a alguien desde un segundo piso... por lo general a mí. No sé cómo hacés,
Pelu, pero hacete un favor: no pienses más. Te va a hacer bien. Nos va a hacer
bien a todos.
—Primero: Nadie sabe si aparece o no un foco sobre la cabeza de la
gente que tiene buenas ideas; la ciencia nunca lo comprobó —respondió con toda
seriedad—. Segundo: cada uno es libre de hacer lo que quiera con su propio
excremento. Pero además, ¿qué me hablás de focos y de soretes desde el segundo
piso? Te estoy hablando en serio… escuchame.
—Ahg… A ver… te escucho.
—¿Quiénes son los mejores jugadores de básquet del mundo, me querés
decir? —indagó con cara de idiota trascendental.
—Qué se yo… Michael Jordan, Magic Johnson… LeBron James… cómo se llama
el otro negro…
—Ahí está, ¿ves?
—¿Ahí está qué?
—Son todos negros.
—Pelu, ¡sos un genio! —exclamé con un sarcasmo casi hiriente—. ¡Pero
cómo nadie se había dado cuenta antes, viejo!
—Y bueno… ¡ahí está!
—¿Pero qué está, Pelu? ¿Qué está? Son todos negros, ¿y qué?
—Para ser el mejor hay que ser negro. Si me vuelvo negro, no me para
nadie, loco. ¿Te imaginás los saltos que pegaría, los triples que me mandaría,
los bloqueos? —dijo mientras hacía el ademán de un salto que, más que el de un
basquetbolista, era el de un simio reumático—. La cosa es ser negro… si quiero
ser el mejor, tengo que ser negro. ¿Me entendés ahora?
Ya no supe qué decir. Muy adentro tenía la inútil esperanza de que
todo se tratara de una tomada de pelo, pero me di cuenta de que Pelu hablaba muy
en serio. No me quedaron ni ganas de recurrir al sarcasmo, ni de darle un golpe
seco en la nuca para acomodarle un poco las ideas, ni de ignorarlo, de nada…
Simplemente lo escuché en silencio como si tuviera en frente a un lunático
hablando en griego o a un político desquiciado con un nuevo y descabellado plan
de gobierno.
—Lo pensé bastante, ¿y sabés qué se me ocurrió? —prosiguió Pelu como
quién está a punto de revelar el mayor descubrimiento en la historia de la
genética—. ¿Sabés qué se me ocurrió?
—No, no sé. Y no sé si quiero saber.
—Hacer el proceso inverso al que hizo Michael Jackson —anunció con una
sonrisa demasiado grande, alzando el mate en el aire como para ofrecer un
brindis.
—¿Eh?
—Es simple: Michael se volvió blanco, ¿no? Bueno, yo voy a hacer lo
opuesto y ve voy a volver negro. Estoy seguro que alguna página de internet
debe explicar cómo se hace.
—¡Me imagino las páginas esas! Además, ¿Michael Jackson no tenía vitiligo
o algo así? ¿Ves ahora lo que te decía de cuando te ponés a pensar? Esta idea es una... Pelu, escuchame, no hace falta que te diga que la estupidez esta
que estás pensando no va a funcionar…
—Tenés razón: no hace falta que me digas que no va a funcionar… porque
sí va a funcionar.
—¿Sabés qué…? ¿Por qué no vas y…? —dije con unas ganas tremendas de
mandarlo a freír churros. Entonces, en los raros segundos que atravesaron la
mirada de Pelu y la mía, me di cuenta de que tenía frente a mí la oportunidad
del siglo—. ¿Sabés qué, Pelu? Quizá tenés razón. Ahora me acuerdo que alguna
vez leí algo en internet sobre el tema. Voy a buscar la página y te la paso. Te
voy a dar una mano con esto.
—¿En serio?
—Sí, me convenciste.
—¡Gracias, loco! ¿Te imaginás la cara de los pibes del equipo cuando
me aparezca ahí, todo negro? ¡Qué grosso!
El resto fue fácil. Esa misma noche creé un blog con el título de
“Secretos sobre la calistenia diurética de la piel”, escrito por Mariska K.
Fehéry, prestigiosa dermatóloga húngara especializada en conversiones del color
del cutis. Después creé otro blog, de un tal Dr. Charles K. Brown, donde
básicamente dupliqué la misma información, más los supuestos resultados de un
estudio que se había realizado en 17 basquetbolistas blancos, quienes se habían
vuelto negros y triunfado en la NBA. Los artículos iban de lo totalmente
ambiguo a lo burdamente específico, sazonados con un desborde ridículo de términos
científicos (la mayoría de ellos inventados); estudios inexistentes; fotos de
laboratorios, células de la piel y basquetbolistas de la década del 80; así
como una serie de apuntes científicos que se basaban en prácticas africanas
ancestrales que señalaban que la mayoría de los africanos fueron, en algún
tiempo remoto, nada más ni nada menos que debiluchos rubiecitos de ojos claros
que cambiaron de raza para poder soportar los efectos abrasadores del sol y
ocultarse mejor al salir a cazar de noche.
Ahora me doy cuenta de que si hubiera puesto en mis estudios la mitad
del empeño que puse en ese proyecto, me hubiera ido mucho mejor en la escuela.
Como es de esperarse, Pelu entró como por un tuvo engrasado. Quedó
fascinado con lo que leyó en las páginas y siguió con devoción casi enfermiza
los disparates más delirantes que se me ocurrieron aquella noche. El siguiente
fue un mes glorioso: Pelu haciendo baños de inmersión con tinta china, tintura
y varios colorantes; Pelu poniéndose máscaras de barro podrido a ridículas
horas de la madrugada; Pelu engrosando los labios por medio del ancestral
método de succionar el aire dentro de un vaso 14 veces al día o aplicarse
golpes medianamente violentos con la palma de la mano o untarse los labios con
una pasta a base de pimentón y ají de la mala palabra (lo de hacerse picar los
labios por hormigas rojas me pareció demasiado cruel); Pelu metiéndose pedazos
de corcho en las fosas nasales para ensanchar la nariz; Pelu quemándose
lentamente el pelo con la hornalla de la cocina cuando intentaba encresparlo
(cuando se dio cuenta de que no funcionaba, terminó rapándose a cero. Se
consoló al reconocer que muchos negros se afeitan la cabeza de todos modos); Pelu
danzando al ritmo de tambores africanos a las doce en punto de la noche, en calzones,
en medio de la calle; Pelu haciendo las mil y una para volverse negro.
Fue un mes glorioso.
Aunque un día me di cuenta —sin martirizarme demasiado— de que había
ido demasiado lejos. Ahí estaba Pelu, sumergido en la bañadera en algo espeso y
turbio que no sé bien qué era, escuchando a Snoop Dogg a todo volumen, con un pomelo en la boca, los
labios hinchados y embadurnados con algún mejunje, dos pedazos de corcho en las
fosas nasales y una improvisada banda de alambre alrededor de la cabeza,
conectada por un cable a una foto de Michael Jordan.
No estoy seguro si fue el barro podrido, la
témpera negra o algo que parecía excremento animal que flotaba en el agua lo
que le causó la infección testicular.
Descacharrante: lo sencillo hubiera sido enviarlo una temporada a la playa, para empezar.
ResponderEliminarBueno, a nosotros claramente nos falta un negro en la selección. A Uruguay le iría mejor con uno en el equipo. Y no, no me nombres a Palito Pereira, te hablo de uno de verdad. En el 30 lo teníamos al Negro Andrade y ganamos. En el 50 al negro Obdulio y ganamos. Ves?
ResponderEliminarEl cuento, delirante, como siempre, como Pelu.
Salú
Francesc, Sigma: un placer tenerlos por acá y también pasar por el blog de cada uno.
ResponderEliminarComo siempre buenisimo, muy ocurrente!!
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