Cuando a Pelu se le mete algo en la cabeza, no para, el tipo no-pa-ra
hasta lograrlo, aunque se desangre en el intento, aunque lo que quiera sea
absurdo o ingenuamente imposible. Cuando Pelu realmente quiere algo se
transforma en una especie de perro salchicha desquiciado, hipnotizado con un
muñeco de peluche o con una pelotita de goma. Uno podría revolear el muñeco desde
un tren a 80 km por hora o al centro de un volcán y él se tiraría a buscarlo,
con el muñeco de peluche flotando en las pupilas, con la sonrisa desesperada e
infinitamente persistente de un can delirante, con la cara marca registrada de nabo
decidido, de perfecto idiota al ataque. Así es Pelu.
Un día se le metió en la cabeza que la cosa más importante del mundo
era tener un MP3. Uno de esos MP3 que en poco tiempo serán obsoletos. Pero en
ese entonces, ese aparatito de plástico era para Pelu la cosa más preciada y
vital del universo: el muñeco de peluche, la pelotita de goma.
Como buen adolescente de clase media (otra palabra para “pobre”), lo
que Pelu tenía en su chanchito (y sí, aprovecho para declarar públicamente que
Pelu tenía –y aún conserva– una alcancía rosada con forma de chanchito)
alcanzaba para comprarse tal vez uno de los botoncitos de plástico MADE IN
CHINA destinados a romperse a los seis meses de uso. Así que Pelu aprovechaba
cada oportunidad de ganar un mango, como pudiera. Podría contar varias de las
estrategias de Pelu para ganar plata. Elijo una, no por ser la mejor, sino por…
no sé por qué. Pero acá va:
Estoy en el baño, sentadito en el inodoro, “mandando un fax” en santa
paz, hundiendo la mirada en un libro de Carlos Fuentes (creo que era La muerte de Artemio Cruz), cuando
escucho que tocan el timbre. Mi vieja todavía no volvía del trabajo, así que
Pelu atendió a la puerta. Como el baño está prácticamente al lado de la entrada
de la casa, escuché clarito la conversación.
Era una vecina de la otra cuadra,
una viejita ciega que de vez en cuando nos cruzábamos en la verdulería de don
Atencio. La pobre mujer explicó que otra vecina le había dicho que en esta
cuadra había un pedicura coreano —un tal Sung o Jung— que atendía en su
domicilio. Le habían hablado maravillas del hombre y, según lo que le habían
explicado, esta era la dirección. La viejita estuvo cerca, porque el coreano
estaba a dos casas. Eso mismo pensé que Pelu le iba a decir, pero no escuché
respuesta. Imaginé su cara de idiota maquinando algún delirio y hasta podría
jurar que, si ahí mismo me asomaba por la puerta del baño, vería literalmente
una lamparita encendida gravitando sobre su cabeza.
—Ah… sí, sí —esgrimió Pelu
con una voz que no convencía a nadie a excepción de la viejita ciega—. El señor
Sung la atenderá en un momento. Pase por favor. A ver... permítame ayudarla.
Yo no podía creer lo que escuchaba. Sabía que Pelu estaba dispuesto a
hacer casi cualquier cosa para amarrocar un peso, pero una cieguita… Y yo en el
baño, buscando como loco el papel higiénico que se había acabado y que por
supuesto nadie había reemplazado a tiempo. Tendría
que haber ido al baño que tiene bidé, pensé enseguida, pero claro, después de verlo salir a Pelu del baño con esa sonrisa de
deber cumplido, ¿cómo me meto ahí, viejo? Mientras me debatía entre
arrancar una de las páginas del libro o agarrar directamente la toalla (el tubo
de cartón que queda del rollo de papel es resbaloso y muy incómodo… ya lo
comprobé otra vuelta), escucho que Pelu invita a la señora a tomar asiento y se
aleja.
Me quedé suspendido sobre el inodoro con las piernas flexionadas como
un jinete sin caballo, ni pantalones, agudizando el oído para escuchar con qué
salía Pelu. Me imaginé a la cieguita haciendo lo mismo, sentada en el sillón
con su cartera sobre la falda, con la cabeza levemente levantada como queriendo
mirar algo que jamás iba a ver. Sentí pena por ella. Sentí ganas de agarrar a Pelu
del cogote. Entonces vuelvo a escuchar su voz que se acerca por el pasillo y ya
no sé qué sentir ni pensar. No sé si sentir bronca o lástima, no sé si reírme o
gritar alguna barbaridad o salir del baño con la cola sucia y darle a Pelu un cross
de derecha en la mandíbula.
—Buelas taldes, ¿cómo podel aiudalla, señola? —improvisó Pelu con el
peor acento oriental jamás pronunciado en el mundo. Enseguida me imaginé un
perro salchicha con los ojos achinados, metido en un kimono. Si ese perro hablara, pensé, si ese perro intentara hablar en chino, ESO es lo que se escucharía. Era una
cosa impronunciable, un doblaje barato de película coreana hecha en Paraguay.
—Ah… hola… ¿Es usted el doctor J… Sung? —preguntó la cieguita.
—Sí, sí, efeltivamelte. Llo ser doltol Sung.
—Mire, doctor: una amiga, Alcira Romero, me habló de usted. Ella es
clienta suya de hace tiempo…
—Alcila, sí, sí —interrumpió Pelu—. Llo conocel bien Alcila y tambiel
hija de Alcila.
—¿Cómo dice, doctor? No escuché bien lo último…
—Nala, nala… Decilme, ¿Qué necesital?
—Como le decía, doctor, Alcira me recomendó que viniera a verlo a
usted —prosiguió la cieguita con una inocencia en la voz que me
partía el alma—. Es que tengo un callo, acá en el pie derecho, que me molesta mucho,
vio.
—Ah, sí, sí; no ploblema —añadió Pelu con una voz que ahora era una
mezcla de Yoda, el señor Miyagi y “la Mona” Jiménez—. Ahola se lo aleglo al
toque nomás. Enseguila legleso.
Desde el baño lo escuché todo: las absurdas explicaciones de Pelu acerca
de las propiedades curativas de la cebolla y el pimentón (que imagino fue lo
primero que encontró en la cocina) y de qué sé yo qué técnica ancestral que
consistía en aplastar kiwis maduros con la planta de los pies (los kiwis casi
podridos que había sobre la mesa del comedor, claro). Aguanté en silencio una
sartenada de idioteces hasta que Pelu ya estaba diciendo cualquier cosa con
cualquier acento y los quejidos de la señora ya eran demasiados. La escena que
vi al salir era exactamente la que me había imaginado: la palangana con agua
apestada de cebolla y pimentón; la señora con un pie metido en el agua y el
otro en las manos de Pelu; algo que parecía puré de kiwi en el suelo; Pelu de
cuclillas como un chimpancé empedernido, cortándole las uñas a la cieguita con
un alicate; la pobre mujer aferrada a los almohadones del sillón, quejándose y
ahogando gritos de dolor; Pelu que me mira y en silencio me suplica que no diga
nada.
Lo miré fijo por unos segundos; creo que lo insulté en silencio. Negué
con la cabeza y arrastré los pies por el pasillo con los pantalones por las rodillas
en busca del papel higiénico.
Vamos Pelu! Se nota que la ve bajo el agua, el chabón. Cada vez me cae mejor. Saludos!
ResponderEliminarPelu solo aprovecha las oportunidades que la vida le ofrece. La cieguita fue feliz y recibió tratamiento. Vamos: son los pies. No hay que ser especialista en nada para dar gustirrinín a través de los pies. Ah! ese primer diálogo en Pulp Fiction !! La cieguita quedaría la mar de contenta tras tamaña experiencia. No me gustó de ese cuento, nada, no saber la plata que Pelu obtuvo gracias a su diestra maniobra. Y no cualquiera hace bién de coreano. Qué mérito, Pelu.
EliminarSí... la plata. Todo lo que puedo decir es que a los dos días Pelu se compró el MP3, y lo dejó de usar dos semanas más tarde.
EliminarSaludos, Francesc!
Villacresporker, no vaya a ser que un día te cruzás a Pelu en la calle menos pensada; el tipo vive en Bs. As. Gracias por pasar, viejo!
EliminarMuy bueno Tago, me mate de risa, lo bueno de Pelu es que no sabes con que barabaridad va a salir.
ResponderEliminarGracias, yo solo intento poner en palabras lo que pasa... Pelu hace el resto. Saludos!
EliminarAy, hace tanto que no sigo los blogs como antes (pero ahora me arrepiento). Me parece que voy a tener mucho que leer aquí en la próxima semana.
ResponderEliminarBienvenido de vuelta, Paul. Saludos!
EliminarGrande Pelu! Después de todo no se lo puede culpar a Pelu de algo que hasta los bebés hacen (y nosotros los adoramos igual): hacer una actuación teatral para sobrevivir a una necesidad.
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