El sueño iba así:
Un gordo con cara de paloma obesa me perseguía en la oscuridad de las calles de una ciudad cualquiera. Las calles eran Chicago,
Ámsterdam o la gélida
escenografía de una película de
Hitchcock. La noche era la noche, pero enrarecida, en blanco y negro, de alguna
manera infinita. El gordo no paraba de seguirme; aparecía en cada esquina o se
asomaba por alguna ventana entreabierta y simplemente me miraba directo a los
ojos con la intensidad de un homicida o un poeta desquiciado. La cara misma de
inocente lo hacía culpable de algo atroz; algo en sus ojos reflejaba un deseo
oscuro. A veces distinguía su silueta regordeta recortada en medio de la
calle, a la distancia. Entonces tomaba otra camino y comenzaba a correr con
todas mis fuerzas, solo para volver a encontrar ese rostro y esa sonrisa
—porque creo que su mueca era una sonrisa; estoy casi seguro de que el gordo sonreía— frente a mí en
otra calle o detrás del cristal ambiguo de una ventana.
Por horas o años fatigué calles sin nombre,
corriendo como un idiota despavorido, mirando para todos lados para encontrar
con terror, una y otra vez, el mismo hombre regordete, su ridícula sonrisa y su ridículo sombrerito. Una
de las esquinas finalmente desembocó en un callejón sin salida. Giré sobre mis
talones para regresar, pero el hombre ya estaba allí, proyectando su sombra
deforme sobre mí. Corrí por el callejón; corrí, corrí, corrí. Corrí como un
pobre infeliz, como una burlesca caricatura de mí mismo. Entonces, por primera
vez, el gordo empezó a correr detrás de mí. Sobre mi hombro cobarde vi los
pasos de sus zapatos diminutos sobre el asfalto, su cuerpo de morsa trajeada
tambaleándose en una ridícula pero veloz persecución. Su aliento y el eco de su
risa estaban cada vez más cerca. A poca distancia de mí, la pared que cercaba
el callejón se agigantaba y sellaba mi destino.
Desperté antes de llegar a ella, creo.
Creo que desperté porque ya no es de noche y ya el
gordo no me persigue. Creo que lo que vivo ahora es la realidad, donde no soy
presa de nadie y donde las calles no son infinitas. Aunque a veces —solo a
veces— un escalofrío me recorre la espalda al sentir el peso infinito de dos
ojos regordetes que me observan fijamente, desde ningún lugar, en todas partes.
Foto: Eric Venner, AP Photo, Houston Chronicle, Cody Duty
Foto: Eric Venner, AP Photo, Houston Chronicle, Cody Duty
Uf, me encantó. Realmente se siente, digamos, la tensión de lo que sucedió en el sueño. Yo, lamentablemente, soy de esas personas que no se acuerdan de lo que sueñan...
ResponderEliminarAbrazo!
Yo tampoco sueño mucho... Por lo general sueño con los ojos abiertos, con cara de idiota, mientras escribo. Un saludo!
EliminarQue buenos que son tus sueños entonces! Soñar mientras se escribe... supongo que podría hacerlo yo también. Ja.
EliminarSalute