sábado, 2 de noviembre de 2013

Ojos que ven


     Curiosos talismanes son los objetos que pueblan la vida. Ahora los contemplo como tercas reliquias, como pequeños náufragos empecinados en perdurar entre la marea del tiempo que, tarde o temprano, todo se lo lleva. Ventanas, relojes, paredes, baldosas, llaves, platos, licores, cuadros. Alguna vez significaron algo para mí. Difícil explicar lo que siento al mirarlos nuevamente, al verme rodeada de ellos.
     La sala no es pequeña, y la blancura nocturna de las paredes y el carmesí intenso de las cortinas me hacen pensar que alguna vez estuve aquí. Percibo retratos en blanco y negro colgados en la pared, una biblioteca, un sillón gastado, una mesa de madera, la luz de una luna agónica que atraviesa las cortinas y acaricia, apenas, los cristales de un mueble antiguo.
     Mi mirada se detiene en un altar improvisado junto a una puerta cerrada. Sobre el negro mantel que lo cubre palidecen retazos de algo íntimo y lejano; objetos que alguna vez —lo intuyo, lo sé— fueron parte de mi vida. Libros. Flores, muchas flores. Veladoras. Crucifijos. Manjares que alguna vez me deleitaron. Panes y frutas. Vasos de agua. Monedas. Tristes amuletos. Sonrientes calaveras de azúcar.

     Y en medio de todo, coronando la ofrenda, una fotografía.
     De mí misma.
     Sonriendo desde el mismísimo fondo del tiempo.

     Ahora comprendo. Ahora creo entender por qué las cosas y el espacio que me rodean gravitan como en otra esfera, a la distancia. Es que nada está más lejos que el pasado.
     Entonces escucho el quejido mecánico de la puerta y veo entrar personas que creo conocer. Una señora chaparrita y vestida de negro enciende velas. Entran dos jóvenes. Él mira hacia el suelo; ella acaricia el mantel del altar. Creo reconocerlos; sí, son dos de mis nietos. No pueden verme. Yo me acerco y los miro muy de cerca, casi rozándolos, pero no pueden verme.
     Mi nieta toma uno de los libros que adornan el altar. Acaricia el título lentamente. Lo gira; lee o mira la contratapa. Allí está mi rostro una vez más, mirándome desde otra fotografía, rodeado de palabras. Entonces me alcanza un tenue recuerdo; un recuerdo empapado de olvido: ella y yo sentadas en un jardín o un parque, el cielo cubierto de nubes, su voz de terciopelo confundiéndose con el viento.
     «Abue, ¿por qué hablas como si escribieras?». «No, Alcirita mía, lo que pasa es que escribo como si hablara».
     Alcira, así se llama. Alcira. Creo que le gustaban mis poemas. Cuánto has crecido, Alcirita mía.
     El recinto pronto se llena de personas que desfilan frente a mí como espíritus de la memoria. Reconozco a Lautaro, mi hijo. Su esposa apoya la cabeza sobre su hombro mientras él se besa los dedos de la mano derecha y luego los posa sobre la fotografía de mi rostro, justo sobre la frente. Otros platican. Un hombre regordete que no recuerdo suelta una carcajada. Un niño de pelo largo se recuesta en el sillón y juega con un aparato electrónico.
     Siento que es hora de partir. No sé por qué, pero lo sé. Miro alrededor, a cada una de las personas que me rodean. No quiero olvidar sus rostros, sus facciones tan escurridizas tras los umbrales del tiempo. Los miro detenidamente, llena de algo que acaso es nostalgia o soledad.

     Entonces, al contemplar la habitación por última vez, me encuentro con su mirada.
     Una niña pequeñita me clava sus enormes ojos negros mientras se aferra al mantel del altar.

     Me deslizo hacia un lado y hacia el otro y su mirada no se despega de mí. Me mira directo a los ojos. Realmente puede verme; sabe que estoy aquí.
     Pero algo comienza a llevarme, a apartarme de la habitación, aunque no me muevo. Siento como si comenzara a cruzar puertas íntimas e invisibles sin moverme, pero aún así alejándome, sumergiéndome en algo que tiene la textura del tiempo, pero que solo Dios sabe qué es, qué es esto que me lleva.
     Solo sé que esa pequeñita es la única testigo de mi llegada y de mi partida, de mi oculta y fugaz y etérea visita. Su mirada triste continúa amarrada a la mía; es lo único que me conecta ahora con todo aquello que llaman la vida.


     Lo último que alcanzo a ver, como a través de un lienzo de luz, son dos ojos que encienden una tímida sonrisa en el rostro de una niña; una manita que se eleva, que me ofrece una sincera y secreta despedida.


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