Curiosos talismanes son los objetos que pueblan la vida. Ahora los
contemplo como tercas reliquias, como pequeños náufragos empecinados en
perdurar entre la marea del tiempo que, tarde o temprano, todo se lo lleva.
Ventanas, relojes, paredes, baldosas, llaves, platos, licores, cuadros. Alguna
vez significaron algo para mí. Difícil explicar lo que siento al mirarlos
nuevamente, al verme rodeada de ellos.
La sala no es pequeña, y la blancura nocturna de las paredes y el carmesí
intenso de las cortinas me hacen pensar que alguna vez estuve aquí. Percibo
retratos en blanco y negro colgados en la pared, una biblioteca, un sillón
gastado, una mesa de madera, la luz de una luna agónica que atraviesa las
cortinas y acaricia, apenas, los cristales de un mueble antiguo.
Mi mirada se detiene en un altar improvisado junto a una puerta
cerrada. Sobre el negro mantel que lo cubre palidecen retazos de algo íntimo y
lejano; objetos que alguna vez —lo intuyo, lo sé— fueron parte de mi vida.
Libros. Flores, muchas flores. Veladoras. Crucifijos. Manjares que alguna vez
me deleitaron. Panes y frutas. Vasos de agua. Monedas. Tristes amuletos.
Sonrientes calaveras de azúcar.
Y en medio de todo, coronando la ofrenda, una fotografía.
De mí misma.
Sonriendo desde el mismísimo fondo del tiempo.
Ahora comprendo. Ahora creo entender por qué las cosas y el espacio
que me rodean gravitan como en otra esfera, a la distancia. Es que nada está
más lejos que el pasado.
Entonces escucho el quejido mecánico de la puerta y veo entrar
personas que creo conocer. Una señora chaparrita y vestida de negro enciende
velas. Entran dos jóvenes. Él mira hacia el suelo; ella acaricia el mantel del
altar. Creo reconocerlos; sí, son dos de mis nietos. No pueden verme. Yo me
acerco y los miro muy de cerca, casi rozándolos, pero no pueden verme.
Mi nieta toma uno de los libros que adornan el altar. Acaricia el
título lentamente. Lo gira; lee o mira la contratapa. Allí está mi rostro una
vez más, mirándome desde otra fotografía, rodeado de palabras. Entonces me
alcanza un tenue recuerdo; un recuerdo empapado de olvido: ella y yo sentadas
en un jardín o un parque, el cielo cubierto de nubes, su voz de terciopelo
confundiéndose con el viento.
«Abue, ¿por qué hablas como si escribieras?». «No, Alcirita mía, lo
que pasa es que escribo como si hablara».
Alcira, así se llama. Alcira. Creo que le gustaban mis poemas. Cuánto
has crecido, Alcirita mía.
El recinto pronto se llena de personas que desfilan frente a mí como
espíritus de la memoria. Reconozco a Lautaro, mi hijo. Su esposa apoya la
cabeza sobre su hombro mientras él se besa los dedos de la mano derecha y luego los posa
sobre la fotografía de mi rostro, justo sobre la frente. Otros platican. Un
hombre regordete que no recuerdo suelta una carcajada. Un niño de pelo largo se
recuesta en el sillón y juega con un aparato electrónico.
Siento que es hora de partir. No sé por qué, pero lo sé. Miro
alrededor, a cada una de las personas que me rodean. No quiero olvidar sus
rostros, sus facciones tan escurridizas tras los umbrales del tiempo. Los miro
detenidamente, llena de algo que acaso es nostalgia o soledad.
Entonces, al contemplar la habitación por última vez, me encuentro con
su mirada.
Una niña pequeñita me clava sus enormes ojos negros mientras se aferra
al mantel del altar.
Me deslizo hacia un lado y hacia el otro y su mirada no se despega de
mí. Me mira directo a los ojos. Realmente puede verme; sabe que estoy aquí.
Pero algo comienza a llevarme, a apartarme de la habitación, aunque no
me muevo. Siento como si comenzara a cruzar puertas íntimas e invisibles sin
moverme, pero aún así alejándome, sumergiéndome en algo que tiene la textura
del tiempo, pero que solo Dios sabe qué es, qué es esto que me lleva.
Solo sé que esa pequeñita es la única testigo de mi llegada y de mi
partida, de mi oculta y fugaz y etérea visita. Su mirada triste continúa
amarrada a la mía; es lo único que me conecta ahora con todo aquello que llaman
la vida.
Lo último que alcanzo a ver, como a través de un lienzo de luz, son
dos ojos que encienden una tímida sonrisa en el rostro de una
niña; una manita que se eleva, que me ofrece una sincera y secreta despedida.
Como siempre: ¡sote!
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