En mi corta vida he escuchado y visto mi buena porción de estupideces.
Es que, aunque uno no quiera, se las tiene que tragar todos los días. Te atacan
todo el tiempo desde todos los flancos: conversaciones con familiares y amigos,
la tele (un caudal casi inagotable), internet (otro), la radio, libros,
revistas, payasos en el circo, payasos en el Congreso, cualquier desconocido en
cualquier parte y
—hay que admitirlo— ocasionalmente (y demasiado seguido para
algunos) las cosas que uno mismo dice y hace.
Y, para ser sincero, “estupideces” no es precisamente la mejor palabra.
No sé cómo referirme a lo que quiero decir sin recurrir a tantas malas palabras
que, en este caso, son mucho más claras. Pero, en fin, voy a darle a esas cosas
torpes y extrañas e idiotas e ingenuas e irracionales la exigua palabra
“estupideces”.
Las estupideces se podrían clasificar —¿por qué no?— en tres
categorías. Están las estupideces peso pluma; esas que son una especie de
bofetón en la cara. Son comentarios idiotas o cosas que uno ve y
automáticamente piensa: “¡¿Pero cómo?!”, “¿Cómo se puede decir o hacer semejante
gansada?”. Después vienen las estupideces peso mediano. Estas entran con más
fuerza; son un cross de derecha que te descoloca por un rato, que te deja
regulando, pensando: “¿Qué miércoles fue eso?”.
Pero hay otras estupideces, viejo, que ya entran en otra categoría;
una demasiado pesada. Y ahí es como si un Mike Tyson superbiónico y en
esteroides te calzara un gancho en la mandíbula. Entonces no pensás en nada; te
quedás con la mente en blanco, intentando recoger alguno de los trocitos de
materia gris que quedaron desperdigados por el suelo. Con gansadas de esa magnitud
se pierde todo sentido de referencia: dónde queda el norte, qué distancia hay
entre la boca y la nariz, qué función inútil cumple el cerebro.
En esa categoría entra Pelu. El tipo compite en peso pesado y es claro
aspirante al campeonato mundial. Es que Pelu siempre me sorprende. A veces
pienso que está tratando de romper algún récord, no sé, figurar en algún
capítulo del libro Guiness de los
idiotas-que-no-se-avergüenzan-de-ser-idiotas-sino-que-sienten-la-gran-e-incómoda-satifacción-de-serlo.
«Ojo, Pelu», le digo, «no es fácil; tenés mucha competencia. Aunque vos venís
haciendo cada vez más mérito, hay demasiados imbéciles en el mundo».
Anoche mismo, al repetirle estas mismas palabras sentado a la mesa de
la cocina, se produjo una explosión a metro y medio de distancia que me aflojó
hasta las medias. Primero hubo un fogonazo eléctrico. Luego una humeante oscuridad.
—¡¿Pero qué miércoles está pasando?! ¡¿Qué fue eso?! —grité mientras
me cubría instintivamente, desconfiando del denso humo que pronto llenó la
cocina.
No era un ataque terrorista. No eran petardos, ni un patético acto de
magia ni alguna broma pesada. Era simplemente Pelu. El tipo acababa de volar en
pedazos el microondas. Había puesto a calentar un set de cubiertos de acero
inoxidable.
—¡¿Pelu, pero cómo se te ocurre…?! ¡Pero qué astucia, loco; qué
astucia! ¡Hasta un mocoso de cinco años sabe que…!
—¡¿Pero qué querés que haga?! —se defendía con la voz aflautada—. Los
cubiertos calientes te mantienen la comida calentita.
No supe qué decir. Ahí estaba, una vez más, Pelu en acción: el gancho
que te entra en la mandíbula; el knock-out cerebral.
—Pelu, quedate tranquilo —fue lo único que alcancé a decir mientras me
alejaba de la cocina y el humo—. El campeonato mundial lo
tenés asegurado. No te lo gana nadie.
Lamentablemente hay unos cuantos que le hacen competencia a Pelu y sobre todo en el gobierno jajaja
ResponderEliminar