Tres días y siete noches. Eso es lo que duró la relación de Pelu con
la tilinga de la panadería. Eso es lo que duró mi abstinencia al pan. De un día
para otro le agarré una repulsión inconscientemente voluntaria a las panaderías
y a su producto principal. No solo era la obstinación de no comer pan —¡con lo
que siempre me gustó!—, sino el precario deleite de desintegrar cada bollo,
cada baguette, cada despreciable pancito que se cruzaba por mi camino.
Una tarde, mi vieja me sorprendió aplastando una bolsa de figacitas de
manteca con la guía telefónica. Difícil describir el placer primitivo que me
llenó al sentir el peso de 650 páginas inútiles desintegrar esos ridículos
montículos de pan.
—¡Pero qué estás haciendo! —gritó mi vieja al entrar a la cocina. Me
sentí como un mocoso de seis años sorprendido en pleno acto de aplastar las
plantas, o el pan.
—¿Por qué estás…? ¿Pero te volviste loco? —aulló entre sorprendida y
fastidiada.
—No, má… me volví antipanista.
—¿Antiperonista? Pero qué tiene…
—No, no. An-ti-pa-nis-ta. Estoy en contra del pan.
—Ah, antipanista… mirá vos —pronunció, ahora sí, con una mezcla
atómica de fastidio y sarcasmo—. Lamento decirte que ese nombre ya está tomado;
tiene que ver con algún partido político mexicano. ¡Así que antipanista las terlipes!
¡No quiero volver a verte aplastar más el pan, me oíste!
—Má…
—Antipanista —masculló negando con la cabeza mientras enfilaba para el
baño—. A veces no sé cuál me salió más salame, si vos o Pelu. Antipanista…
Antipanista, sí. Es que de verdad no soportaba el pan. Es más: una
noche, mientras me tapaba los oídos con la almohada para no escuchar la voz de
la atorranta de la panadería en el cuarto de Pelu, pensé hasta en la posible
formación de un grupo para desarraigar para siempre el pan de sobre la faz de
la tierra (o, por lo menos, del país): el PAN (Partido Antipanista Nacional). Los
mexicanos se me adelantaron. Aunque eso es otra cosa. Otra cosa…
La cosa que importa ahora es que todo terminó. Digo: Sara terminó,
para Pelu y para mí. La última noche que ella apareció por casa, Pelu había ido
al centro a una exhibición de kimonos, palitos chinos y otras giladas
orientales (algo le quedó del Dr. Sung, parece). La vieja estaba en casa de una
tía mirando una de esas novelas semipornográficas para señoras que quieren
mirar sin mirar, así que yo estaba solo en casa. Éramos la noche, una porción
de pizza fría, El Eternauta y yo. Era
el timbre. Era Sara; Sara y yo.
La hice pasar y se sentó en el sillón, cruzándose de piernas. Preguntó
por Pelu y con satisfacción le dije dónde estaba.
—¿En una exhibición de qué? —preguntó sin comprender.
—De kimonos y palitos chinos. Qué se yo, una de esas reuniones para
idiotas excéntricos.
—¿A esta hora? Perdoná que te diga, pero tu hermano no está bien de la
cabeza. No sé… no es lo que aparenta… para nada.
—¿Qué querés decir? —pregunté totalmente consciente de lo que quería
decir.
—No sé… es un tipo muy raro. A veces pienso que, perdoná que te diga, o
es un tarado o está totalmente loco.
—No sos la única que se da cuenta tarde —dije con un gusto parecido a
la venganza en los labios.
Permaneció mirándome fijo, como queriendo leerme el pensamiento,
estudiándome. Eso sentí: que me estudiaba, que me medía. Yo miré el suelo.
Sentí, como alguna vez en la panadería, que todo se aceleraba con una velocidad
ajena al tiempo.
—¿Estas solo? —preguntó con tono felino y sentí un escalofrío en la
espalda. Tragué saliva.
—Eh… sí.
—Umm… —dijo mirándome directo a los ojos. Volvía a tragar saliva—. Nunca te di los dos kilos de Sara.
No podía creer lo que estaba pasando. La chica con la que tanto
había soñado se me estaba entregando en mi propia casa. Una mina más ligera que
un chita, envuelta en moño y servida en bandeja de plata.
Hice lo que había que hacer. Que me perdonen. Reconozco que la pensé;
por unos segundos dudé, titubeé. Pero al final hice lo que había que hacer: la
saqué sonando de la casa. Créanme que me dolió, que fue difícil. Yo sé que a
una mujer así no se le puede negar nada. Sé que Pelu es un tarado, que me ha
fastidiado cada día de mi vida, que quizá hasta se lo merecía. Hubiera sido tan
fácil. Pero a un hermano no se le hace eso. Nunca. Un hermano es un hermano. Aunque sea Pelu.
Apenas se fue Sara, fui a la cocina y como un buitre desaforado comí a tarascones todo rastro de pan que encontré, incluso el pan duro para rallar. Paré cuando me di cuenta de que había tragado algo de moho en un pan de salvado cosecha '78.
No voy a admitir que lloré.
Hiciste bien: en el fondo Pelu se hubiera sentido desconsolado cuando se hubiera enterado. Porque la verdad siempre sale a la luz.
ResponderEliminarMuy bien, muy bien. Buena entrada. Ya se extrañaba a Pelu, aunque aquí haya tenido escasa participación.
ResponderEliminarMuy bien, muy bien. No admitirá que lloró, pero seguro, seguro habrá hecho otra cosa. (no en la cocina, precisamente)
Sutil comentario de Villa. Yo también lo pensé. Qué cabezas, che!
ResponderEliminarMe voy a poner al día con Pelu, porque la última que leí fue la 2 o la 3, no me acuerdo. Y ahora salté a la 8. Voy a leer...
Salute
Sigma, hablamos de una ducha fría, verdad?
EliminarEl hermano de Pelu tomo una buena decision, hay que mantener los codigos con amigos y sobre todo con un hermano. Veremos que pasa mas adelante con esta relacion de amor y odio con Pelu.
ResponderEliminarTotal, siempre llevo la contra...
ResponderEliminarPorque yo opino que se la tendría que haber volteado, si señor.
Toda una vida para disculparse o para aclarar lo de los códigos. ¿Qué códigos? Una mina asi no hay que dejarla pasar.
Los insomnios más largos tienen cara (y cuerpo)de mujer.
Pelu, finalmente, lo hubiese entendido.