El
comandante de la Guardia Suiza nunca llegó a cruzar el umbral. Permaneció
inmóvil frente a la entrada de la Capilla Sixtina, espada en mano, bajo la
mirada perpleja de sus hombres. El negro rectángulo que se hundía en el muro
era un abismo desde donde emanaban lamentos casi imperceptibles.
Se acercó para ver. Por un instante
sintió que se adentraba en una de las arrugas del tiempo: creyó descubrir la leve eternidad
de las cosas.
Percibió las vetas ancestrales de la
puerta abierta frente a él, cada uno de los misterios del rosario como
queriendo meterse en su pecho, el temor anidado en los ojos de sus soldados, el
vértigo de aquella extraña oscuridad; el aleteo fantasmal de túnicas al viento.
Vislumbró figuras que allí adentro se desprendían del
mural opuesto.
Se acercaban.
Se deslizaban sobre las sombras.
Cuando alcanzaron el umbral, el comandante ya las
esperaba de rodillas. Jamás
supo si eran demonios o ángeles.
Me encantan estos microcuentos que, em pocas palabras, pueden crear una atmósfera asfixiante así. Excelente.
ResponderEliminar¡Qué bueno!
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