Si la calle fuera un espejo, el cielo resplandecería a sus espaldas,
las nubes flotarían sobre su cabeza. Acaso eso la investiría de cierta
dignidad, opacaría un tanto la humillante tarea que ella se impone a sí misma.
Al verla así —arrodillada, boca abajo, tan cerca del suelo— me invade algo
parecido a la tristeza, al sabor de lo irremediable.
La primera vez que la vi también tenía la nariz a diez centímetros del
pavimento. ¿O eso fue después? Puede ser que la primera vez que la vi fue una
vuelta que se bajó de un coche nuevo, un… Volkswagen, creo, un auto chico, pero
no sé qué modelo (los autos modernos son todos iguales). Ella siempre estaciona
a la perfección, con cierta obsesión, diría, siempre en el mismo lugar,
pegadito al cordón de la vereda. Su casa está en la vereda de enfrente, justo a la altura de mi ventana; es la
más pulcra de la cuadra; el césped siempre al ras, inmaculado, las plantas
erguidas, las ventanas impecables. Aun cuando está fresco, ella sale a barrer
la vereda dos veces al día, la primera antes de que salga el sol. Ahora aclara
tarde. Cuando los colegiales pasan camino a la escuela el cielo apenas traza
las primeras pinceladas de luz.
Yo siempre la observo desde la ventana de mi pieza. Es una señora
mayor, pero más joven que yo, que nací en el 35, unos años antes de la guerra.
Me acuerdo que cuando cumplí 80 (¿o fue a los 70?) vino mi hija, que no la veía
hacía añares. Vino con su esposo, un muchacho alto, alto, descendiente de
alemanes o húngaros.
Todavía está agachada, con la cara casi contra la calle, restregando
con metódica saña una mancha de aceite. Ingrato ritual: limpiar una y otra vez
los manchones que deja en el pavimento el choche del vecino. A sus años (tendrá
unos 65, unos 70, no sé, pero es delgadita y enérgica) se arrodilla en la calle
con sus guantes de látex y no sé qué producto de limpieza y se pone a limpiar
las manchas de aceite. Hace rato que está ahí, en una posición poco elegante a
su edad, dándome apenas la espalda mientras lucha contra un sucio círculo
amarronado. Creo que la comprendo. No la conozco bien, nomás la he saludado
alguna vez al salir a la calle cuando Clarita me lleva al médico. Es amable; se
perfila como ordenada y estricta, pero es amable. No sé si habrá enviudado,
aunque sospecho que sí. A veces la acompaña una mujer más joven (creo que es
una empleada), pero casi siempre está sola. Siempre sola, y meta limpiar y
limpiar; meta ordenar y arreglar y barrer y corregir y restregar.
Desde que me trajeron acá, hace ya algún tiempo (aunque me es difícil
decir cuándo), yo la observo todos los días por la ventana —voy a ser sincero—
con cierta obsesión. Ya hace tiempo que dejé de preguntarle a Clarita cuándo me
van a llevar a casa. Clarita me dice que ahora vivo acá… yo no sé. En cierto sentido extraño mis cosas, aunque cada vez las recuerdo más borrosas, menos
mías. Ahora todo lo siento prestado: la cama, ese viejo escritorio, el tiempo,
la ventana por la que miro la vida pasar como algo ajeno, hasta que aparece
ella. Mirarla limpiar, hablar con otra vecina, alejarse en su auto, es acaso lo
poco que ahora me pertenece, lo poco realmente mío. Por eso estoy siempre acá,
sentado junto a la ventana. Cuando Clarita entra a la pieza me hago el
distraído, miro el libro que tengo en las manos, sintonizo la radio, pongo cara
de concentrado. No sé, me da pudor, como un chico que mira algo prohibido. Como
cuando mi madre me encontró infraganti espiando por la ventana del baño de
mujeres del club Primavera. Me dio una paliza macanuda. Los años han ido
desdibujando y embrollando los recuerdos, pero ese lo revivo como si fuera
ayer, como si fuera hoy. Otros recuerdos se mueren antes de echar raíz, se
pierden dócilmente en la maraña de la memoria. Ya no son siquiera recuerdos,
sino otra cosa, ilusiones o fantasmas o retazos de algo que alguna vez creo que
fue mi vida, y que la vejez y el tiempo me han ido arrancando a tirones. No hay
nada peor que esta muerte pausada y febril de la memoria, de la identidad; nada
más estéril que luchar cada día contra demonios invisibles para reinventar la
realidad, para no perderme en la penumbra, en la mancha hosca y pegajosa que
deja el olvido.
Ella todavía está boca abajo, refregando tercamente, ahora en una
posición algo más impúdica. Se pone de pie. Se seca el sudor de la frente con
el antebrazo. Mira hacia el cielo, y pronto vuelve a posar la mirada en esa
sombra azabache que ya es parte del pavimento. La observo mientras se vuelve a
arrodillar en la calle para reanudar la miserable tarea de guerrear contra la
realidad, de esclarecer ese miserable manchón que no hace otra cosa que crecer
y volverse cada vez más impenetrable.
Recién ahora noto la presencia del otro, del hombre que se acerca a
ella y comienza a hablarle. En cuanto ella se pone de pie, el hombre le
envuelve el cuello con un brazo y la atrae hacia él; le habla muy de cerca. Es
un hombre joven, tendrá unos 30 o 40 años, aunque no alcanzo a verlo bien. Me
da la espalda. ¿Será el hijo? No sé si tiene hijos. Ahora caminan hacia la
puerta de la casa. No les veo la cara. No sé si ella sonríe o llora; no puedo
decir si él la abraza con cariño o con prepotencia. Mi corazón emprende un
galope torpe y apresurado. La mano derecha me tiembla cuando me afirmo en el
apoyabrazos de la silla para ponerme de pie, mientras las posibilidades de lo que pasa en la casa de enfrente se proyectan violentamente en mi mente, como si las viera en una vieja pantalla de cine, como
si fueran diversas tramas que se superponen, que entreveran escenas: ella
tomando mate con su hijo en la mesa de la cocina, ella besando a otro hombre
mientras él le acaricia el pelo, ella suplicándole a un desconocido que la
apunta con un arma, ella llorando, ella riendo, ella sangrando…
Tomo mi bastón y atravieso la pieza con pasos toscos y apresurados.
Clarita no está en el comedor; debe estar en el patio, baldeando o colgando la
ropa. Me dirijo hacia la puerta de entrada golpeteando el piso con el bastón,
haciendo un esfuerzo que acaso sobrepasa mi fuerza física. Una suerte de
vértigo comienza a punzarme la cabeza, a distorsionar mi relación con la cosas.
Alcanzo a dar vuelta la llave y logro abrir la puerta. El mareo me nubla los
ojos. Tengo miedo de no llegar a tiempo (sin ella la soledad sería
insoportable). El bastón guía mis pasos por entre el abismo urbano que me
separa de ella, que me conduce hacia la salvación o el ridículo. Prosigo mi
marcha y ya estoy en la vereda. De repente, siento que las ramas secas de un
árbol que no alcanzo a ver me rasguñan la frente. Me cubro inútilmente el
rostro con una mano y logro descender el cordón. Ya estoy en la calle, doy
varios pasos, pero presiento que no llegaré a cruzar, que nunca alcanzaré a
abrir la puerta que me lleva hasta ella. El mareo se profundiza, me aprieta la
sien; algo helado me atraviesa el pecho. Mientras intento dar otro
paso, los ruidos de la urbe enmudecen a la distancia.
Mis piernas no responden.
El mundo gira y se apaga.
Antes de desplomarme en la calle, alcanzo a ver, apenas, el manchón de
aceite que recibe mi caída con un brutal golpe.
No me queda más que rogar que ella esté a salvo, que no me vea llorar
y temblar de esta manera, como un mocoso que le tiene miedo a la oscuridad,
como un pobre viejo que le tiene miedo al olvido. No me queda más que esperar a
que este oscuro manchón se extienda sin retorno hasta adueñarse de mis días,
hasta que todo —la calle, la vida, ella— desaparezca en la penumbra.
Muy bueno! Es atrapante hasta el final!
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