martes, 16 de octubre de 2012

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 9



     Hace unos años Pelu quiso volverse negro. Sí, ya sé: «¿cómo volverse negro?». Permítanme explicar: Cuando Pelu y yo estábamos en la secundaria (si me acuerdo bien, fue en tercer año. Sí, definitivamente fue en tercer año, poco antes de que Pelu se agarrara una infección testicular que hizo que le crecieran tanto las polainas que tenía que apoyarlas en una especie de bandeja acolchada que llevaba de acá para allá. Pero esa es otra historia). Hace unos años —les decía— Pelu estaba enloquecido con entrar al equipo de básquet de la escuela. Hay que reconocer que el tipo no era nada malo y además era alto, así que entró. Todo iba normal (aunque en el universo de Pelu esa palabra suena sospechosamente ingenua); bueno, digamos que todo iba normal, hasta que Pelu se puso a pensar.
     —Che, ¿vos sabés cómo se hace para volverse negro? —me pregunta una tarde al volver de un entrenamiento. Yo estaba empezando unos mates en la cocina y no pude evitar tragar un poco de yerba.
     —¿Qué? ¿volverse cómo...?
     —Negro. ¿Cómo hacés para volverte negro?
     —¿Pero de qué me estás hablando, Pelu?
     —Es que estuve pensando…
     —Ah… ahí está el problema, ahí está el problema —lo interrumpí señalando al aire—. Vos no tenés que pensar… es peligroso. Es peligroso para vos y para todos lo que te rodeamos.
     —Te explico…
     —¿Viste la imagen esa de que se prende un foco sobre la cabeza de alguien cuando tiene una idea brillante? —lo volví a interrumpir mientras le pasaba el mate—. Bueno, a vos no se te prende un foco, Pelu. No, señor. Cuando te viene una idea es como si a vos, ahí sobre la cabeza, te flotara una pedazo de… de bosta de buey; un cacho de excremento fresquito y pegajoso. Y siempre te las ingeniás para que uno termine pisándolo en el peor momento o para que la plasta de un kilo y medio le caiga a alguien desde un segundo piso... por lo general a mí. No sé cómo hacés, Pelu, pero hacete un favor: no pienses más. Te va a hacer bien. Nos va a hacer bien a todos.
     —Primero: Nadie sabe si aparece o no un foco sobre la cabeza de la gente que tiene buenas ideas; la ciencia nunca lo comprobó —respondió con toda seriedad—. Segundo: cada uno es libre de hacer lo que quiera con su propio excremento. Pero además, ¿qué me hablás de focos y de soretes desde el segundo piso? Te estoy hablando en serio… escuchame.
     —Ahg…  A ver… te escucho.
     —¿Quiénes son los mejores jugadores de básquet del mundo, me querés decir? —indagó con cara de idiota trascendental.
     —Qué se yo… Michael Jordan, Magic Johnson… LeBron James… cómo se llama el otro negro…
     —Ahí está, ¿ves?
     —¿Ahí está qué?
     —Son todos negros.
     —Pelu, ¡sos un genio! —exclamé con un sarcasmo casi hiriente—. ¡Pero cómo nadie se había dado cuenta antes, viejo!
     —Y bueno… ¡ahí está!
     —¿Pero qué está, Pelu? ¿Qué está? Son todos negros, ¿y qué?
     —Para ser el mejor hay que ser negro. Si me vuelvo negro, no me para nadie, loco. ¿Te imaginás los saltos que pegaría, los triples que me mandaría, los bloqueos? —dijo mientras hacía el ademán de un salto que, más que el de un basquetbolista, era el de un simio reumático—. La cosa es ser negro… si quiero ser el mejor, tengo que ser negro. ¿Me entendés ahora?
     Ya no supe qué decir. Muy adentro tenía la inútil esperanza de que todo se tratara de una tomada de pelo, pero me di cuenta de que Pelu hablaba muy en serio. No me quedaron ni ganas de recurrir al sarcasmo, ni de darle un golpe seco en la nuca para acomodarle un poco las ideas, ni de ignorarlo, de nada… Simplemente lo escuché en silencio como si tuviera en frente a un lunático hablando en griego o a un político desquiciado con un nuevo y descabellado plan de gobierno.
     —Lo pensé bastante, ¿y sabés qué se me ocurrió? —prosiguió Pelu como quién está a punto de revelar el mayor descubrimiento en la historia de la genética—. ¿Sabés qué se me ocurrió?
     —No, no sé. Y no sé si quiero saber.
     —Hacer el proceso inverso al que hizo Michael Jackson —anunció con una sonrisa demasiado grande, alzando el mate en el aire como para ofrecer un brindis.
     —¿Eh?
     —Es simple: Michael se volvió blanco, ¿no? Bueno, yo voy a hacer lo opuesto y ve voy a volver negro. Estoy seguro que alguna página de internet debe explicar cómo se hace.
     —¡Me imagino las páginas esas! Además, ¿Michael Jackson no tenía vitiligo o algo así? ¿Ves ahora lo que te decía de cuando te ponés a pensar? Esta idea es una... Pelu, escuchame, no hace falta que te diga que la estupidez esta que estás pensando no va a funcionar…
     —Tenés razón: no hace falta que me digas que no va a funcionar… porque va a funcionar.
     —¿Sabés qué…? ¿Por qué no vas y…? —dije con unas ganas tremendas de mandarlo a freír churros. Entonces, en los raros segundos que atravesaron la mirada de Pelu y la mía, me di cuenta de que tenía frente a mí la oportunidad del siglo—. ¿Sabés qué, Pelu? Quizá tenés razón. Ahora me acuerdo que alguna vez leí algo en internet sobre el tema. Voy a buscar la página y te la paso. Te voy a dar una mano con esto.
     —¿En serio?
     —Sí, me convenciste.
     —¡Gracias, loco! ¿Te imaginás la cara de los pibes del equipo cuando me aparezca ahí, todo negro? ¡Qué grosso!
     El resto fue fácil. Esa misma noche creé un blog con el título de “Secretos sobre la calistenia diurética de la piel”, escrito por Mariska K. Fehéry, prestigiosa dermatóloga húngara especializada en conversiones del color del cutis. Después creé otro blog, de un tal Dr. Charles K. Brown, donde básicamente dupliqué la misma información, más los supuestos resultados de un estudio que se había realizado en 17 basquetbolistas blancos, quienes se habían vuelto negros y triunfado en la NBA. Los artículos iban de lo totalmente ambiguo a lo burdamente específico, sazonados con un desborde ridículo de términos científicos (la mayoría de ellos inventados); estudios inexistentes; fotos de laboratorios, células de la piel y basquetbolistas de la década del 80; así como una serie de apuntes científicos que se basaban en prácticas africanas ancestrales que señalaban que la mayoría de los africanos fueron, en algún tiempo remoto, nada más ni nada menos que debiluchos rubiecitos de ojos claros que cambiaron de raza para poder soportar los efectos abrasadores del sol y ocultarse mejor al salir a cazar de noche.
     Ahora me doy cuenta de que si hubiera puesto en mis estudios la mitad del empeño que puse en ese proyecto, me hubiera ido mucho mejor en la escuela.
     Como es de esperarse, Pelu entró como por un tuvo engrasado. Quedó fascinado con lo que leyó en las páginas y siguió con devoción casi enfermiza los disparates más delirantes que se me ocurrieron aquella noche. El siguiente fue un mes glorioso: Pelu haciendo baños de inmersión con tinta china, tintura y varios colorantes; Pelu poniéndose máscaras de barro podrido a ridículas horas de la madrugada; Pelu engrosando los labios por medio del ancestral método de succionar el aire dentro de un vaso 14 veces al día o aplicarse golpes medianamente violentos con la palma de la mano o untarse los labios con una pasta a base de pimentón y ají de la mala palabra (lo de hacerse picar los labios por hormigas rojas me pareció demasiado cruel); Pelu metiéndose pedazos de corcho en las fosas nasales para ensanchar la nariz; Pelu quemándose lentamente el pelo con la hornalla de la cocina cuando intentaba encresparlo (cuando se dio cuenta de que no funcionaba, terminó rapándose a cero. Se consoló al reconocer que muchos negros se afeitan la cabeza de todos modos); Pelu danzando al ritmo de tambores africanos a las doce en punto de la noche, en calzones, en medio de la calle; Pelu haciendo las mil y una para volverse negro.
     Fue un mes glorioso.
     Aunque un día me di cuenta —sin martirizarme demasiado— de que había ido demasiado lejos. Ahí estaba Pelu, sumergido en la bañadera en algo espeso y turbio que no sé bien qué era, escuchando a Snoop Dogg a todo volumen, con un pomelo en la boca, los labios hinchados y embadurnados con algún mejunje, dos pedazos de corcho en las fosas nasales y una improvisada banda de alambre alrededor de la cabeza, conectada por un cable a una foto de Michael Jordan.
     No estoy seguro si fue el barro podrido, la témpera negra o algo que parecía excremento animal que flotaba en el agua lo que le causó la infección testicular.