En lo alto de la oscura colina divisamos formas extrañas. Era la primera vez que nos adentrábamos en territorio de gigantes. Habíamos escuchado incontables historias de esos seres capaces de todo: de crear artefactos indescriptibles y de la más pura y avanzada sutileza, pero asimismo de matar sin razón a los de nuestra especie con una violencia cruda y desmedida.
Sabíamos que nuestro viaje no era prudente, pero teníamos que verlo por nosotros mismos. Teníamos que ver...
Sumidos en la profundidad de la noche, nos acercamos a la cima del monte. El terreno era frío y estéril, negro como un abismo. Sin embargo, mi compañera y yo seguimos adelante, embrujados por los peculiares sonidos y luces que nos habían guiado hasta allí.
Al asomarme a la cumbre mis ojos no entendieron lo que vieron. Nos desplazamos entre formas desconocidas y nuestra mirada se detuvo en un objeto de unos diez cuerpos de largo por cuatro de alto. Sus extremos estaban coronados por un tejido muy peculiar, similar al de una finísima telaraña, desde el que emanaban ritmos desconocidos: sonidos estridentes que nos atravesaban con vibraciones constantes. Imaginé criaturas anómalas que desde su interior creaban una danza hipnotizadora. En el frente del artefacto titilaban luces del color del fuego y se erguía un círculo atravesado por marcas y líneas.
Avanzamos en silencio, presas de una rara fascinación. A poca distancia descubrimos la cosa más asombrosa que he visto en todos mis días. Se trataba de un objeto rectangular, apenas más grande que una hoja de avellano. La simetría y la confección de aquel artificio rozaban la perfección. Su superficie plana se elevaba levemente sobre el terreno y emitía una luminosidad blanquísima, como el reflejo del sol en el hielo. Sin esfuerzo alguno subí al aparato y me acerqué al fascinante destello que despedía. Vi que ese espectral rectángulo de luz estaba surcado por innumerables símbolos que trazaban un laberíntico esquema: líneas y líneas de figuras negras y delgadas que parecían seguir algún orden incomprensible. Imaginé que se trataba de la escritura de los gigantes.
Al surcar aquel peculiar dédalo me pregunté qué enigmas contendrían aquellos signos del color de mi cuerpo; qué historias, qué secretos revelarían. Al encontrarme en el centro del resplandor, me detuve; permanecí inmóvil entre los símbolos. Por un instante, mi cuerpo se hizo palabra. Sentí que mi ser formaba parte de esa extraña escritura. Intuí que algunos de esos signos abarcaban este preciso momento y mi instinto acaso vislumbró un destino sombrío. Sin embargo, continué la marcha hasta sentir nuevamente en mis extremidades la gélida dureza del monte.
Entonces me pareció sentir un leve temblor; un oscuro crujido a mis espaldas. Miré hacia atrás y vi a mi compañera sobre el artefacto, aun hechizada por el pálido fulgor que se elevaba hasta perderse en la penumbra.
Sobre aquella luz fantasmal vi por última vez su hermosa figura azabache.
No lo vimos llegar. Se desprendió de las sombras como un espectro. Una criatura omnipotente, infinitamente más grande de lo que mi limitada mente había imaginado, apareció ante nosotros y alcanzó a mi compañera con un violento zarpazo.
Cuando la vi caer al vacío algo en mi interior se desplomó junto con ella. Un vértigo insoportable se apoderó de mí mientras su cuerpo inerte salía disparado desde el acantilado, se perdía de vista, desaparecía para siempre. Permanecí inmóvil, envuelto en las sombras, y por un momento interminable creí que el gigante que acababa de deshacerse de mi acompañante con tanta facilidad había notado mi presencia. Pero enseguida se marchó, haciendo crujir pesadamente el suelo bajo sus pies.
Esperé. Lloré en silencio. Descendí desesperadamente la colina en busca de mi compañera, alejándome para siempre de aquel cerro maldito, aferrándome a la pronunciada pendiente con mis seis temblorosas patas.
Este relato breve fue publicado en la revista literaria Nomenclatura 2014.